Nuestra reflexión sobre la misericordia de Dios nos
introduce hoy al Triduo Pascual. Viviremos el Jueves, el Viernes y el Sábado
Santo como momentos fuertes que nos permiten entrar siempre más en el gran
misterio de nuestra fe: la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Todo, en
estos tres días, habla de misericordia, porque hace visible hasta dónde puede
llegar el amor de Dios. Escucharemos la narración de los últimos días de la
vida de Jesús. El evangelista Juan nos ofrece la clave para comprender el
sentido profundo: «Él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo,
los amó hasta el fin» (Jn 13,1). El amor de Dios no tiene límites.
Como repetía
muchas veces San Agustín, es un amor que va “hasta el fin sin fin”. Dios se
ofrece verdaderamente todo por cada uno de nosotros y no se conserva en nada.
El Misterio que adoramos en esta Semana Santa es
una gran historia de amor que no conoce obstáculos. La Pasión de Jesús dura
hasta el final del mundo, porque es una historia del compartir los sufrimientos
de toda la humanidad y una permanente presencia en las vicisitudes de la vida
personal de cada uno de nosotros. Pues, el Triduo Pascual es memorial de un
drama de amor que nos dona la certeza que no seremos jamás abandonados en las
pruebas de la vida.
El Jueves Santo Jesús
instituye la Eucaristía, anticipando en el banquete pascual su sacrificio en el
Gólgota. Para hacer comprender a los discípulos el amor que lo anima, a ellos
les lava los pies, ofreciendo una vez más el ejemplo en primera persona de como
ellos mismos deberán actuar. La Eucaristía es el amor que se hace servicio. Es
la presencia sublime de Cristo que desea nutrir a cada hombre, sobre todo a los
más débiles, para hacerlos capaces de un camino de testimonio entre las
dificultades del mundo. No solo. En el darse a nosotros como alimento, Jesús
atestigua que debemos aprender a compartir con los demás este alimento para que
se convierta en una verdadera comunión de vida con cuantos están en la
necesidad. Él se dona a nosotros y nos pide permanecer en Él para hacer lo
mismo.
El Viernes Santo es
el momento culminante del amor. La muerte de Jesús, que en la cruz se abandona
al Padre para ofrecer la salvación al mundo entero, expresa el amor donado
hasta el final, hasta el final sin fin. Un amor que busca abrazar a todos,
ninguno excluido. Un amor que se extiende a todo tiempo y a cada lugar: un
fuente inagotable de salvación a la cual cada uno de nosotros, pecadores, puede
acercase. Si Dios nos ha demostrado su amor supremo en la muerte de Jesús,
entonces también nosotros, regenerados por el Espíritu Santo, podemos y debemos
amarnos los unos a los otros.
Y, finalmente, el Sábado Santo es el día del silencio de
Dios. Debe ser un día de silencio, y nosotros debemos hacer de todo para que
sea una jornada de silencio, como había sido en aquel tiempo: el día del
silencio de Dios. Jesús puesto en el sepulcro comparte con toda la humanidad el
drama de la muerte. Es un silencio que habla y expresa el amor como solidaridad
con los abandonados de siempre, que el Hijo de Dios alcanza colmando el vacío
que solo la misericordia infinita del Padre Dios puede llenar. Dios calla, pero
por amor. En este día el amor – aquel amor silencioso – se hace espera de la
vida en la resurrección. Pensemos, el Sábado Santo: nos hará bien pensar en el
silencio de la Virgen, “la creyente”, que en silencio esperaba la Resurrección.
La Virgen deberá ser el ícono, para nosotros, de aquel Sábado Santo. Pensar
mucho como la Virgen ha vivido aquel Sábado Santo; en espera. Es el amor que no
duda, pero que espera en la palabra del señor, para que se haga evidente y
resplandeciente el día de Pascua.
Es todo un gran misterio de amor y de misericordia. Nuestras
palabras son pobres e insuficientes para expresarlo en plenitud. Nos puede
ayudar la experiencia de una muchacha, no muy conocida, que ha escrito paginas
sublimes sobre el amor de Cristo. Se llamaba Juliana de Norwich, era
analfabeta, esta joven, tuvo visiones de la Pasión de Jesús y que luego, en la
cárcel, ha escrito, con lenguaje simple, pero profundo e intenso, el sentido
del amor misericordioso. Decía así: «Entonces nuestro buen Señor me pregunto:
“¿Estas contenta que yo haya sufrido por ti?” Yo dije: “Si, buen Señor, y te
agradezco muchísimo; sí, buen Señor, que Tú seas bendito”. Entonces Jesús,
nuestro buen Señor, dice: “Si tú estás contenta, también yo lo estoy. El haber
sufrido la pasión por ti es para mí una alegría, una felicidad, un gozo eterno;
y si pudiera sufrir más lo haría”». Este es nuestro Jesús, que a cada uno de
nosotros dice: “Si pudiera sufrir más por ti, lo haría”.
¡Cómo son bellas estas palabras! Nos permiten entender de
verdad el amor intenso y sin límites que el Señor tiene por cada uno de
nosotros. Dejémonos envolver por esta misericordia que nos viene al encuentro;
y en estos días, mientras tengamos fija la mirada en la pasión y la muerte del
Señor, acojamos en nuestro corazón la grandeza de su amor y, como la Virgen el
Sábado, en silencio, en la espera de la Resurrección.
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