domingo, 28 de febrero de 2016

ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cada día, lamentablemente, las crónicas reportan malas noticias: homicidios, incidentes, catástrofes… en el pasaje evangélico de hoy, Jesús se refiere a dos hechos trágicos que en aquel tiempo habían suscitado mucha sensación: una represión cruel realizada por los soldados romanos dentro del templo; y el derrumbe de la torre de Siloé, en Jerusalén, que había causado dieciocho victimas (Cfr. Lc 13,1-5).

Jesús conoce la mentalidad supersticiosa de sus oyentes y sabe que ellos interpretan este tipo de acontecimientos de modo equivocado. De hecho, piensan que, si aquellos hombres han muerto así, cruelmente, es signo que Dios los ha castigado por alguna culpa grave que habían cometido; por decir: “se lo merecían”. Y en cambio, el hecho de ser salvados de la desgracia equivalía a sentirse “bien”. Ellos se lo merecían; yo estoy bien.

Jesús rechaza claramente esta visión, porque Dios no permite las tragedias para castigar las culpas, y afirma que aquellas pobres víctimas no eran peores de los otros. Más bien, Él invita a sacar de estos hechos dolorosos una enseñanza que se refiere a todos, porque todos somos pecadores; de hecho, dice a aquellos que le habían interpelado: «Si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera» (v. 3).

También hoy, frente a ciertas desgracias y a eventos dolorosos, podemos tener la tentación de “descargar” la responsabilidad en las victimas o incluso en Dios mismo. Pero el Evangelio nos invita a reflexionar: ¿Qué idea de Dios nos hemos hecho? ¿Estamos realmente convencidos que Dios es así, o esto no es otra cosa que nuestra proyección, un dios hecho “a nuestra imagen y semejanza”? Jesús, al contrario, nos invita a cambiar el corazón, a hacer una radical inversión en el camino de nuestra vida, abandonando los compromisos con el mal – y esto lo hacemos todos, ¿eh?, los compromisos con el mal –, las hipocresías – pero, yo creo que casi todos tenemos un poco, de hipocresía –, para retomar decididamente el camino del Evangelio. Pero esta ahí nuevamente, la tentación de justificarse: ¿De qué cosa debemos convertirnos? ¿No somos en fin de cuentas buenas personas – cuantas veces hemos pensado esto: pero, en fin de cuentas yo soy bueno, soy una bueno: y no es así, ‘eh? –, no somos creyentes, incluso bastante practicantes? Y nosotros creemos que así somos justificados.

Lamentablemente, cada uno de nosotros se asemeja mucho a un árbol que, por años, ha dado múltiples pruebas de su esterilidad. Pero, para nuestra buena suerte, Jesús se parece a un agricultor que, con una paciencia sin límites, obtiene todavía una prórroga para la higuera infecunda: «Déjala todavía este año – dice el dueño – […] Puede ser que así dé frutos en adelante» (v. 9). Un “año” de gracia: el tiempo del ministerio de Cristo, el tiempo de la Iglesia antes de su regreso glorioso, el tiempo de nuestra vida, marcado por un cierto número de Cuaresmas, que se nos ofrecen como ocasiones de arrepentimiento y de salvación. Un tiempo de un “año jubilar de la misericordia”.

La invencible paciencia de Jesús, ¿Han pensado ustedes en la paciencia de Dios? Han pensado también en su irreducible preocupación por los pecadores, ¡cómo debería provocarnos a la impaciencia en relación a nosotros mismos! ¡No es jamás demasiado tarde para convertirse, jamás! Hasta el último momento: la paciencia de Dios nos espera. Recuerden aquella pequeña historia de Santa Teresa del Niño Jesús, cuando rezaba por aquel hombre condenado a muerte, un criminal, que no quería recibir la consolación de la Iglesia, rechazaba al sacerdote, no quería: quería morir así. Y ella rezaba, en el convento, y cuando aquel hombre está ahí, en el momento de ser asesinado, se dirige al sacerdote, toma el Crucifijo y lo besa. ¡La paciencia de Dios! También, ¡lo mismo hace con nosotros, con todos nosotros!

Cuantas veces, nosotros no lo sabemos: lo sabremos en el Cielo; pero cuantas veces nosotros estamos ahí, ahí, y ahí el Señor nos salva: nos salva porque tiene una gran paciencia por nosotros. Y esta es su misericordia. Jamás es tarde para convertirnos, pero ¡es urgente, es ahora! Comencemos hoy.

La Virgen María nos sostenga, para que podamos abrir el corazón a la gracia de Dios, a su misericordia; y nos ayude a no juzgar jamás a los demás, sino a dejarnos interpelar por las desgracias cotidianas para hacer un serio examen de conciencia y arrepentirnos.

miércoles, 3 de febrero de 2016

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La Sagrada Escritura nos presenta a Dios como misericordia infinita, pero también como justicia perfecta. ¿Cómo conciliar las dos cosas? ¿Cómo se articula la realidad de la misericordia con las exigencias de la justicia? Podría parecer que sean dos realidades que se contradicen; en realidad no es así, porque es justamente la misericordia de Dios que lleva a cumplimiento la verdadera justicia. 

Es propio la misericordia de Dios que lleva a cumplimiento la verdadera justicia. ¿Pero, de qué justicia se trata?
Si pensamos en la administración legal de la justicia, vemos que quien se considera víctima de una injusticia se dirige al juez en un tribunal y pide que se haga justicia. Se trata de una justicia retributiva, que aplica una pena al culpable, según el principio que a cada uno debe ser dado lo que le corresponde. Como recita el libro de los Proverbios: «Así como la justicia conduce a la vida, el que va detrás del mal camina hacia la muerte» (11,19). También Jesús lo dice en la parábola de la viuda que iba repetidas veces al juez y le pedía: «Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario» (Lc 18,3).

Pero este camino no lleva todavía a la verdadera justicia porque en realidad no vence el mal, sino simplemente lo circunscribe. En cambio, es solo respondiendo a esto con el bien que el mal puede ser verdaderamente vencido.
Entonces hay aquí otro modo de hacer justicia que la Biblia nos presenta como camino maestro a seguir. Se trata de un procedimiento que evita recurrir a un tribunal y prevé que la víctima se dirija directamente al culpable para invitarlo a la conversión, ayudándolo a entender que está haciendo el mal, apelándose a su conciencia. En este modo, finalmente arrepentido y reconociendo su proprio error, él puede abrirse al perdón que la parte agraviada le está ofreciendo. Y esto es bello: la persuasión; esto está mal, esto es así… El corazón se abre al perdón que le es ofrecido. Es este el modo de resolver los contrastes al interno de las familias, en las relaciones entre esposos o entre padres e hijos, donde el ofendido ama al culpable y desea salvar la relación que lo une al otro. No corten esta relación, este vínculo.

Cierto, este es un camino difícil. Requiere que quien ha sufrido el mal esté listo a perdonar y desear la salvación y el bien de quien lo ha ofendido. Pero solo así la justicia puede triunfar, porque, si el culpable reconoce el mal hecho y deja de hacerlo, es ahí que el mal no existe más, y aquel que era injusto se hace justo, porque es perdonado y ayudado a encontrar la camino del bien. Y aquí está justamente el perdón, la misericordia.

Es así que Dios actúa en relación a nosotros pecadores. El Señor continuamente nos ofrece su perdón y nos ayuda a acogerlo y a tomar conciencia de nuestro mal para poder liberarnos. Porque Dios no quiere nuestra condena, sino nuestra salvación. ¡Dios no quiere la condena de ninguno, de ninguno! Alguno de ustedes podrá hacerme la pregunta: ¿Pero padre, la condena de Pilatos se la merecía? ¿Dios la quería? ¡No! ¡Dios quería salvar a Pilatos y también a Judas, a todos! ¡Él, el Señor de la misericordia quiere salvar a todos! El problema es dejar que Él entre en el corazón. Todas las palabras de los profetas son un llamado apasionado y lleno de amor que busca nuestra conversión. Es esto lo que el Señor dice por medio del profeta Ezequiel: «¿Acaso deseo yo la muerte del pecador … y no que se convierta de su mala conducta y viva?» (18,23; Cfr. 33,11), ¡aquello que le gusta a Dios!

Y este es el corazón de Dios, un corazón de Padre que ama y quiere que sus hijos vivan en el bien y en la justicia, y por ello vivan en plenitud y sean felices. Un corazón de Padre que va más allá de nuestro pequeño concepto de justicia para abrirnos a los horizontes ilimitados de su misericordia. Un corazón de Padre que nos trata según nuestros pecados y nos paga según nuestras culpas. Y precisamente es un corazón de Padre el que queremos encontrar cuando vamos al confesionario. Tal vez nos dirá alguna cosa para hacernos entender mejor el mal, pero en el confesionario todos vamos a encontrar un padre; un padre que nos ayude a cambiar de vida; un padre que nos de la fuerza para ir adelante; un padre que nos perdone en nombre de Dios. Y por esto ser confesores es una responsabilidad muy grande, muy grande, porque aquel hijo, aquella hija que se acerca a ti busca solamente encontrar un padre. Y tú, sacerdote, que estás ahí en el confesionario, tú estás ahí en el lugar del Padre que hace justicia con su misericordia. Gracias.