domingo, 28 de junio de 2015

ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy presenta la historia de la resurrección de una niña de doce años, hija de uno de los jefes de la sinagoga, el cual se postra a los pies de Jesús y le suplica: “Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva” (Mc 5,23). En esta oración escuchamos la preocupación de todo padre por la vida y por el bien de sus hijos. Pero escuchamos también la gran fe que ese hombre tiene en Jesús.

 Y cuando llega la noticia de que la niña está muerta, Jesús le dice: “No temas; basta que tengas fe” (v.36). Da aliento esta palabra de Jesús, y también nos lo dice a nosotros muchas veces. ‘No temas, basta que tengas fe’. Al entrar en la casa, el Señor echa a la gente que llora y grita y se dirige a la niña muerta diciendo: “Niña, yo te digo: ¡álzate!” (v.41). Y en seguida la niña se alzó y se puso a caminar. Aquí se ve el poder absoluto de Jesús sobre la muerte que para Él es como un sueño del cual poder despertarse. Jesús ha vencido a la muerte, también tiene poder sobre la muerte física.

Dentro de esta historia, el Evangelista introduce otro episodio: la sanación de una mujer que desde hace doce años sufría pérdidas de sangre. A causa de esta enfermedad que, según la cultura del tiempo la hacía “impura”, ella debía evitar todo contacto humano: pobrecilla, estaba condenada a una muerte civil. Esta mujer anónima, en medio de la multitud que sigue a Jesús, se dice a sí misma: “Si logro tan solo tocarle sus vestidos, seré salvada” (v.28). 

 Y así fue: la necesidad de ser liberada la empuja a osar y la fe “arranca”, por así decir, al Señor la sanación. Quien cree “toca” a Jesús y espera de Él la Gracia que salva.  La fe es esto, tocar a Jesús y esperar de él la Gracia que salva, nos salva, nos salva la vida espiritual, nos salva de tantos problemas. Jesús se da cuenta y, en medio de la gente, busca el rostro de esa mujer. Ella se adelanta temblando y Él le dice: “Hija, tu fe te ha salvado” (v.34). Es la voz del Padre celeste que habla en Jesús: “¡Hija, no eres maldita, no eres excluida, eres mi hija!” Cada vez que Jesús se acerca a nosotros, cuando nosotros vamos a Él con fe. Escuchamos esto del Padre: ‘hijo, tú eres mi hijo, tú eres mi hija, eres salvado, eres salvada. Yo perdono a todos, todo, yo sano a todos y todo’.

Estos dos episodios --una sanación y una resurrección-- tienen un único centro: la fe. El mensaje es claro, y se puede resumir en una pregunta, una pregunta para hacernos: ¿creemos que Jesús nos puede sanar y nos puede despertar de la muerte? Todo el Evangelio está escrito a la luz de esta fe: Jesús ha resucitado, ha vencido a la muerte y por su victoria también nosotros resucitaremos. Esta fe, que para los primeros cristianos era segura, puede nublarse y hacerse incierta, hasta el punto que algunos confunden resurrección con reencarnación. La Palabra de Dios de este domingo nos invita a vivir en la certeza de la resurrección: Jesús es el Señor, tiene poder sobre el mal y sobre la muerte, y quiere llevarnos a la casa del Padre, donde reina la vida. Y allí nos encontraremos todos, todos los que estamos aquí en la plaza hoy, nos encontraremos en la Casa del Padre, en la vida que Jesús nos dará.    
         
La Resurrección de Cristo actúa en la historia como principio de renovación y de esperanza. Quien está desesperado y cansado hasta la muerte, si se encomienda a Jesús y a su amor puede recomenzar a vivir. La fe es una fuerza de vida, da plenitud a nuestra humanidad; y quien cree en Cristo se debe reconocer porque promueve la vida en cada situación, para hacer experimentar a todos, especialmente a los más débiles, el amor de Dios que libera y salva.

Pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen María, el don de una fe fuerte y valiente, que nos empuja a ser difusores de esperanza y de vida entre nuestros hermanos.

Al finalizar el ángelus:
Queridos hermanos y hermanas,
os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos.
saludo en particular a los participantes de la marcha “Una tierra, una familia humana”. Animo la colaboración entre personas y asociaciones de diferentes religiones para la promoción de una ecología integral. Doy las gracias a FOCSIV, OurVoices y los otras organizaciones y deseo buen trabajo a los jóvenes de las distintas localidades que en estos días debaten sobre el cuidado de la casa común.

 Veo muchas banderas bolivianas. Saludo cordialmente al grupo de bolivianos residentes en Italia, que han traído hasta aquí algunas de las imágenes de la Virgen más representativas de su país. La Virgen de Urkupiña, la Virgen de Copacabana y tantas otras. La semana que viene estaré en vuestra patria. Que nuestra Madre del cielo los proteja. Un saludo también para el grupo de jóvenes de Ibiza que se preparan para recibir la Confirmación. Se lo ruego, recen por mí.

Saludo a las Guías, es decir a las mujeres-scout. Son muy buenas estas mujeres, muy buenas, y hacen mucho bien. Son las mujeres-scout que pertenecen a la Conferencia Internacional Católica y las renuevo mi aliento. Merci beaucoup.

Saludo a los fieles de Novoli, la coral polifónica de Augusta, los chicos de algunas parroquias de la diócesis de Padua que han recibido la confirmación, los “Abuelos de Sydney”, asociaciones de ancianos emigrantes en Australia aquí reunidos con sus nietos, los niños de Chernobyl y las familias de Este y de Ospedaletto que les acogen; los ciclistas y motociclistas procedentes de Cardito y los amantes de coches antiguos.    
            
Os deseo a todos un feliz domingo y un buen almuerzo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Hasta pronto!                       

miércoles, 24 de junio de 2015

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO


"Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
en las últimas catequesis hemos hablado de la familia que vive la fragilidad de las condición humana, la pobreza, las enfermedades, la muerte. Hoy sin embargo reflexionamos sobre las heridas que se abren precisamente dentro de la convivencia familiar. Cuando, en la familia nos hacemos mal. ¡Lo más feo!

Sabemos bien que en ninguna historia familiar faltan momentos en los cuales, la intimidad de los afectos más queridos son ofendidos por el comportamiento de sus miembros. Palabras y acciones (¡y omisiones!) que, en vez de expresar el amor, lo sustraen o, peor aún, lo mortifican. Cuando estas heridas, que son aún remediables, se descuidan, se agravan: se transforman en prepotencia, hostilidad, desprecio. Y a ese punto se pueden convertir en heridas profundas, que dividen al marido y la mujer, e inducen a buscar en otra parte comprensión, apoyo y consolación. ¡Pero a menudo estos “apoyos” no piensan en el bien de la familia!
El vacío de amor conyugal difunde resentimientos en las relaciones. Y a menudo la disgregación se trasmite a los niños.

Esto es, los hijos. Quisiera detenerme un poco en este punto. A pesar de nuestra sensibilidad aparentemente evolucionada, y todos nuestros análisis psicológicos refinados, me pregunto si no nos hemos anestesiado también respecto a las heridas en el alma de los niños. Cuanto más se trata de compensar con regalos y pasteles, más se pierde el sentido de las heridas --más dolorosas y profundas-- del alma. Se habla mucho de trastornos del comportamiento, de salud psíquica, de bienestar del niño, de ansiedad de los padres y de los niños… ¿Pero sabemos qué es una herida del alma? ¿Sentimos el peso de la montaña que aplasta el alma de un niño, en las familias en las que se trata mal y se hace mal, hasta romper la unión de la fidelidad conyungal? ¿Qué peso tienen nuestras elecciones --elecciones a menudo erróneas-- en el alma de los niños?

Cuándo los adultos pierden la cabeza, cuando cada uno piensa a sí mismo, cuando papá y mamá se hacen daño, el alma de los niños sufre mucho, siente desesperación. Y son heridas que dejan marca para toda la vida.

En la familia todo está entrelazado: cuando su alma está herida en algún punto, la infección contagia a todos. Y cuando un hombre y una mujer, que se han comprometido a ser “una sola carne” y a formar una familia, piensa obsesivamente en las propias exigencias de libertad y de gratificación, esta distorsión afecta profundamente el corazón y la vida de los hijos. Tantas veces los niños se esconden para llorar solos…Debemos entender bien esto. Marido y mujer son una sola carne. Pero sus criaturas son carne de su carne. Si pensamos en la dureza con la que Jesús advierte a los adultos sobre no escandalizar a los pequeños --hemos escuchado el fragmento del Evangelio-- podemos comprender mejor también su palabra sobre la grave responsabilidad de custodiar la unión conyugal que da inicio a la familia humana. Cuando el hombre y la mujer se convierten en una sola carne, todas las heridas y todos los abandonos del papá y de la mamá inciden en la carne viva de los hijos.

Es verdad, por otra parte, que hay casos en los que la separación es inevitable. A veces se puede convertir incluso en moralmente necesaria, cuando se trata precisamente para proteger al cónyuge más débil, o a los hijos pequeños, de las heridas más graves causadas por la prepotencia y la violencia, del enfado o del aprovecharse, de la alienación y de la indiferencia.

No faltan, gracias a Dios, aquellos que, sostenidos por la fe y el amor por los hijos, testimonian su fidelidad y una unión en la cuál han creído, en cuanto aparece imposible hacerlo revivir. No todos los separados, sin embargo, sienten esta vocación. No todos reconocen, en la soledad, una llamada del Señor dirigida a ellos. En torno a nosotros encontramos familias en situaciones llamadas irregulares. A mí no me gusta esta palabra. Y nos planteamos muchos interrogantes. ¿Cómo ayudarlas? ¿Cómo acompañarlas? ¿Cómo acompañarlas para que los niños no se vuelvan rehenes del papá o de la mamá?

Pidamos al Señor una fe grande, para mirar la realidad con la mirada de Dios; y una gran caridad, para acercarse las personas con su corazón misericordioso.

domingo, 21 de junio de 2015

ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO


“Al final de esta celebración, nuestro pensamiento se dirige a la Virgen María, Madre amorosa y premurosa con todos sus hijos, que Jesús le ha confiado desde la cruz, mientras ofrecía a sí mismo en el gesto de amor más grande.

Icono de este amor es la Síndone, que también esta vez ha atraído a mucha gente aquí en Turín. La Sábana Santa atrae hacia el rostro y el cuerpo martirizado de Jesús y, al mismo tiempo, impulsa hacia el rostro de toda persona sufriente e injustamente perseguida. Nos impulsa en la misma dirección del don de amor de Jesús. “El amor de Cristo nos apremia”: estas palabras de san Pablo eran el lema de san José Benito Cottolengo.

Recordando el ardor apostólico de tantos sacerdotes santos de esta tierra, desde Don Bosco, de quien recordamos el bicentenario de su nacimiento, los saludo con gratitud a ustedes, sacerdotes y religiosos. Ustedes se dedican con empeño al trabajo pastoral y son cercanos a la gente y a sus problemas. Los animo a llevar adelante con alegría su ministerio, apuntando siempre a lo que es esencial en el anuncio del Evangelio. Y mientras les agradezco a ustedes, hermanos obispos del Piamonte y del Valle de Aosta, por su presencia, los exhorto a estar junto a sus sacerdotes con afecto paterno y calurosa cercanía.

A la Virgen Santa le confío esta ciudad y su territorio, y aquellos que lo habitan, para que puedan vivir en la justicia, en la paz y en la fraternidad. De manera particular encomiendo a las familias, a los jóvenes, a los ancianos, a los presos y a todos los que sufren; hoy un recuerdo especial para los enfermos de leucemia en el Día Nacional contra la leucemia, el linfoma y el mieloma. María de la Consolación, reina de Turín y del Piamonte, fortalezca vuestra fe, asegure vuestra esperanza y fecunde vuestra caridad, para ser “sal y luz” de esta tierra bendita, de la que yo soy nieto”.

Angelus Domini nuntiavit Mariae...
Al concluir la plegaria, el Papa impartió la bendición apostólica y pidió que, por favor, “no se olviden de rezar por mí”.

Antes de abandonar la plaza en el papamóvil, Francisco dijo también: “¡Buen almuerzo!”

miércoles, 17 de junio de 2015

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA FRANCISCO


Queridos hermanos y hermanas, buenos días. 
Durante el recorrido de catequesis sobre la familia, hoy tomamos directamente la inspiración en el episodio narrado por el evangelista Lucas, que acabamos de escuchar (cfr Lc 7, 11-15). Es una escena muy conmovedora, que nos muestra la compasión de Jesús por quien sufre --en este caso un viuda que ha perdido a su único hijo -- y nos muestra también el poder de Jesús sobre la muerte.

La muerte es una experiencia que afecta a todas las familias, sin ninguna excepción. Forma parte de la vida y, cuanto toca los afectos familiares, la muerte nunca nos parecerá natural. Para los padres, sobrevivir a los propios hijos es algo particularmente desgarrador, que contradice la naturaleza elemental de las propias relaciones que dan sentido a la familia misma. La pérdida de un hijo o de una hija es como si parase el tiempo: se abre un abismo que se traga el pasado y también el futuro.

La muerte, que se lleva al hijo pequeño o joven, es una bofetada a las promesas, a los dones y sacrificios de amor alegremente entregados a la vida que hemos hecho nacer. Tantas veces vienen a misa a Santa Marta padres con la foto de un hijo, una hija, niño, muchacho, muchacha y me dicen: “se fue”.

La mirada tiene tanto dolor. La muerte toca y cuando es un hijo toca profundamente. Toda la familia queda como paralizada, enmudecida. Y algo similar sufre el niño que se queda solo, por la pérdida de un padre, o de ambos. Esa pregunta: -“¿Dónde está papá?” “¿Dónde está mamá?”.
- Está en el cielo.
- “¿Pero por qué no lo veo?”.

Esta pregunta que cubre una angustia en el corazón del niño o la niña. Se queda solo. El vacío del abandono que se abre dentro de él es aún más angustian​te por el hecho que no tiene ni siquiera la experiencia suficiente para dar un nombre a aquello que ha sucedido. “¿Cuándo vuelve papá?” “¿Cuándo vuelve mamá?” ¿Qué se responde? Y el niño sufre. Y así es la muerte en familia.

En estos casos la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias y al que no sabemos dar ninguna explicación. Y a veces se llega incluso a culpar a Dios.Pero cuánta gente, yo les entiendo, se enfada con Dios, blasfema, “¿por qué me has quitado al hijo, la hija? Pero Dios no está, no existe. ¿Por qué ha hecho esto?”.

Muchas veces hemos escuchado esto, pero esta rabia es un poco lo que viene del corazón, del dolor grande. La pérdida de un hijo, una hija, del papá, de la mamá, es un gran dolor. Y esto sucede continuamente en las familias. En estos casos la muerte es como un agujero.

Pero la muerte física tiene “cómplices” que son también peores que ella, y que se llaman odio, envidia, soberbia, avaricia; en resumen, el pecado del mundo que trabaja para la muerte y la hace aún más dolorosa e injusta. Los afectos familiares aparecen como las víctimas predestinadas e indefensas de estos poderes auxiliares de la muerte, que acompañan la historia del hombre.

Pensemos en la absurda “normalidad” con la cual, en ciertos momentos y en ciertos lugares, los eventos que añaden horror a la muerte son provocados por el odio y la indiferencia de otros seres humanos. ¡El Señor nos libre de acostumbrarnos a esto!

En el pueblo de Dios, con la gracia de su compasión donada en Jesús, muchas familias demuestran con los hechos que la muerte no tiene la última palabra. Y esto es un verdadero acto de fe. Todas las veces que la familia en luto --también terrible-- encuentra la fuerza de cuidar la fe y el amor que nos unen a los que amamos, impide ya ahora, a la muerte, llevarse todo.  

La oscuridad de la muerte se afronta con un trabajo más intenso de amor. “¡Dios mío, aclara mis tinieblas!”, es la invocación de la liturgia de la noche. En la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de los que le ha confiado el Padre, podemos quitar a la muerte su “aguijón” como decía el apóstol Pablo (1 Cor 15,55); podemos impedir que nos envenene la vida, hacer vanos nuestros afectos, hacernos caer en el vacío más oscuro.

En esta fe, podemos consolarnos el uno al otro, sabiendo que el Señor ha vencido a la muerte una vez por todas. Nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte que la muerte.

Por esto el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos cuidará hasta el día en el que la lágrima será secada, cuando “no habrá más muerte, ni luto, ni lamento, ni pena” (Ap 21,4). Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia del luto puede generar una más fuerte solidaridad de los vínculos familiares, una nueva apertura al dolor de otras familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza. Nacer y renacer en la esperanza, esto nos da la fe.

Pero yo quisiera subrayar la última frase del Evangelio que hoy hemos escuchado. Después que Jesús trae de nuevo a la vida a este joven, hijo de la mamá que era viuda, dice el Evangelio: “Jesús lo devolvió a su madre”. ¡Y ésta es nuestra esperanza! ¡Todos nuestros seres queridos que se han ido, todos, el Señor los restituirá a nosotros y con ellos nos encontraremos juntos y esta esperanza no decepciona! Recordemos bien este gesto de Jesús; “Y Jesús lo restituyó a su madre”. ¡Así hará el Señor con todos nuestros seres queridos de la familia!

Esta fe, esta esperanza, nos protege de la visión nihilista de la muerte, como también de las falsas consolaciones del mundo, de modo que la verdad cristiana no “corra el riesgo de mezclarse con mitologías de varios géneros cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna” (Benedicto XVI, Ángelus del 2 de noviembre 2008).

Hoy es necesario que los Pastores y todos los cristianos expresen de manera más concreta el sentido de la fe en relación a la experiencia familiar del luto. No se debe negar el derecho al llanto - ¡debemos llorar en el luto! También Jesús “rompió a llorar” y estaba “profundamente turbado” por el grave luto de una familia que amaba (Jn 11,33-37).

Podemos más bien tomar del testimonio simple y fuerte de tantas familias que han sabido captar, en el durísimo pasaje de la muerte, también el seguro pasaje del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los muertos. El trabajo del amor de Dios es más fuerte del trabajo de la muerte. ¡Es de aquel amor, es precisamente de aquel amor, que debemos hacernos “cómplices” activos con nuestra fe!

Y recordemos aquel gesto de Jesús: “Y Jesús lo restituyó a su madre”, así hará con todos nuestros seres queridos y con nosotros cuando nos encontraremos, cuando la muerte será definitivamente vencida en nosotros. Ella está vencida por la cruz de Jesús. ¡Jesús nos restituirá en familia a todos! Gracias.




domingo, 14 de junio de 2015

ÁNGELUS DEL PAPA FFRANCISCO


«Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El evangelio de hoy está formado por dos parábolas muy breves: la de la semilla que germina y crece por sí, y la del grano de mostaza (cfr Mc 4,26–34).

A través de estas imágenes tomadas del mundo rural, Jesús presenta la eficacia de la palabra de Dios y las exigencias de su Reino, mostrando las razones de nuestra esperanza y de nuestro empeño en la historia.

En la primera parábola centra atención sobre el hecho que la semilla echada en la tierra, prende y se desarrolla por sí misma, sea que el campesino duerma o esté despierto. Él confía en la potencia interna de la misma semilla y en la fertilidad del terreno.

En el lenguaje evangélico la semilla es símbolo de la palabra de Dios, cuya fecundidad es invocada por esta parábola. Así como la humilde semilla se desarrolla en la tierra, así la Palabra obra con la potencia de Dios en el corazón de quien la escucha. Dios ha confiado su Palabra a nuestra tierra, o sea a cada uno de nosotros, con nuestra concreta humanidad.

Podemos tener confianza, porque la palabra de Dios es palabra creadora, destinada a volverse 'el grano lleno en la espiga'. Esta parábola si es acogida, trae seguramente sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar y de una manera que no conocemos. Y de una manera que no sabemos.

Todo esto nos hace entender que es siempre Dios, que es siempre Dios quien hace crecer su Reino. Por esto rezamos tanto, 'Qué venga tu Reino'. Es él quien lo hace crecer, el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se alegra de la acción creadora divina y espera con paciencia los frutos.

La palabra de Dios hace crecer, da vida. Y aquí quiero recordarles la importancia de tener el Evangelio, la Biblia al alcance de mano. El Evangelio pequeño en la cartera, en el bolsillo, de nutrirnos cada día con esta palabra viva de Dios. Leer cada día un párrafo del Evangelio o un párrafo de la Biblia. Por favor no se olviden nunca de esto, porque esta es la fuerza que hace germinar en nosotros la vida del Reino de Dios.

La segunda parábola utiliza la imagen del grano de mostaza. Si bien es el más pequeño de todas las semillas está lleno de vida y crece hasta volverse 'más grande que todas las plantas de huerto'.

Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña y aparentemente irrelevante. Para entrar a ser parte es necesario ser pobres en el corazón; no confiarse en las propias capacidades sino en la potencia del amor de Dios; no actuar para ser importantes a los ojos de mundo, sino preciosos a los ojos de Dios, que tiene predilección por simples y los humildes.

Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que hace fermentar a toda la masa del mundo y de la historia.

De estas dos parábolas nos viene una enseñanza importante: el Reino de Dios pide nuestra colaboración, si bien es sobretodo iniciativa y un don del Señor. Nuestra débil obra aparentemente pequeña delante de los problemas del mundo, si se inserta en la de Dios y no tiene miedo de las dificultades.
La victoria del Señor es segura, su amor hará crecer cada semilla de bien presente en la tierra. Esto nos abre a la confianza y al optimismo a pesar de los dramas, las injusticias, y los sufrimientos que encontramos. La semilla del bien y de la paz germina y se desarrolla, porque lo hace madurar el amor misericordioso de Dios.

La Virgen santa, que ha acogido como 'tierra fecunda' la semilla de la divina Palabra, nos sostenga en esta esperanza que nunca nos desilusiona». 
 
DESPUÉS DEL ÁNGELUS
Saludo a todos ustedes, queridos romanos y peregrinos: grupos parroquiales, familias y asociaciones. En particular saludo a los fieles que llegaron desde Debrecen (Hungheria), de Malta, de Houston (Estados Unidos) y de Panamá. Y de Italia a los files de Altamura, Angri, Treviso y Osimo. Un pensamiento especial a la comunidad de los rumanos católicos que viven en Roma y a los jóvenes de la confirmación de Cerea.

Saludo al grupo de recuerda a todas las personas que han desaparecido y les aseguro mi oración. Y estoy además cercano a todos los trabajadores que defienden de manera solidaria el derecho al trabajo, que es un derecho a la dignidad.

Como ya ha sido anunciado, el jueves próximo será publicada una Carta Encíclica sobre la defensa de lo creado”, e invitó “a acompañar este evento con una renovada atención a la situación del degrado ambiental, pero también de recuperación de los propios territorios.

Esta encíclica está dirigida a todos. Recemos para que todos puedan recibir su mensaje y crecer en la responsabilidad hacia la casa común que Dios nos ha confiado». 

Y a todos ustedes les deseo un buen domingo, y por favor no se olviden de rezar por mi. Y concluyó con su “buon pranzo e arrivederci”.

miércoles, 3 de junio de 2015

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA FRANCISCO


"Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estos miércoles hemos reflexionado sobre la familia. Y vamos adelante con este tema. Reflexionar sobre la familia. Y desde hoy nuestras catequesis se abren con la reflexión de la consideración de las vulnerabilidades que tiene la familia, en las condiciones de vida que la ponen a prueba. La familia tiene muchos problemas que le ponen a prueba. Hoy comenzaremos por una.

Una de estas pruebas es la pobreza. Pensemos en tantas familias que pueblan las periferias de las megalópolis, también en las zonas rurales… ¡Cuánta miseria, cuánto degrado! Y además, para agravar la situación, en algunos lugares llega también la guerra. La guerra es siempre algo terrible. Además golpea especialmente a las poblaciones civiles, las familias. Realmente la guerra es la madre de todas las pobrezas, la guerra empobrece la familia.  Una gran depredadora de vidas, de almas, y de los afectos más sagrados y más queridos.

A pesar de todo esto, hay muchas familias pobres que con dignidad buscan conducir su vida cotidiana, a menudo confiando abiertamente en la bendición de Dios. Esta lección, sin embargo, no debe justificar nuestra indiferencia, ¡sino aumentar nuestra vergüenza! que haya tanta pobreza.  Es casi un milagro que, también en la pobreza, la familia continúa formándose, e incluso que hasta conserve --como puede-- la humanidad especial de sus uniones. El hecho irrita a esos planificadores del bienestar que consideran los afectos, la generación, las uniones familiares, como una variable secundaria de la calidad de vida. No entienden nada. Sin embargo, tendremos que arrodillarnos delante de estas familias, que son una verdadera escuela de humanidad que salva las sociedades de la barbarie.

¿Qué queda, entonces, si cedemos al chantaje de César y Mammón, de la violencia y del dinero, y renunciamos también a los afectos familiares? Una nueva ética civil llegará solamente cuando los responsables de la vida pública reorganicen la unión social a partir de la lucha a la espiral perversa entre familia y pobreza, que nos lleva al abismo.

La economía actual a menudo se ha especializado en el goce del bienestar individual, pero practica ampliamente la explotación de las uniones familiares. ¡Esta es una contradicción grave! ¡El inmenso trabajo de la familia no aparece en los balances, naturalmente! De hecho, la economía y la política son avaras en el reconocer esto. Además, la formación interior de la persona y la circulación social de los afectos tienen precisamente allí su pilar. Si lo quitas, se cae todo.

No es solo cuestión de pan. Hablamos de trabajo, instrucción, sanidad. Es importante entender esto. Nos conmueve siempre cuando vemos las imágenes de niños desnutridos y enfermos que se nos muestran en tantas partes del mundo. Al mismo tiempo, nos conmueve también mucho la mirada brillante de muchos niños, privados de todos, que están en escuelas hechas de nada, cuando muestran con orgullo su lápiz y su cuaderno. ¡Y cómo miran con amor a su maestro o su maestra! ¡Realmente los niños saben que el hombre no vive solo de pan! También el afecto familiar está. Cuando hay miseria sufren los niños porque ellos quieren el amor, la unión familiar.

Nosotros los cristianos tenemos que estar cada vez más cerca de las familias que están a prueba por la pobreza. Pesemos todos si conocemos a alguno. Papá sin trabajo, mamá sin trabajo. La familia sufre. Las uniones se debilitan. Es feo esto. De hecho, la miseria social golpea la familia y a veces la destroza. La falta o la pérdida de trabajo, o su fuerte precariedad, inciden pesadamente sobre la vida familiar, poniendo a dura prueba las relaciones. Las condiciones de vida de los barrios más desfavorecidos, con problemas de vivienda y de transporte, como también la reducción de los servicios sociales, sanitarios, escolares, causan más dificultades. A estos factores materiales se añade el daño causado a la familia por los pseudo-modelos, difundidos por los medios de comunicación basados en el consumismo y el culto del aparentar, que afectan a las clases sociales más pobres e incrementan la desintegración de las uniones familiares. Cuidar las familias, cuidar el afecto, pero la miseria pone a prueba a la familia.

La Iglesia es madre, y no debe olvidar este drama de sus hijos. También ella debe ser pobre, para hacerse fecunda y responder a tanta miseria. Una Iglesia pobre es una Iglesia que practica une sencillez voluntaria en la propia vida --en sus instituciones, en el estilo de vida de sus miembros-- para abatir cada muro de separación, sobre todo de los pobres. Es necesaria la oración y la acción. Recemos intensamente al Señor, que nos sacuda, para hacer a nuestras familias cristianas protagonistas de esta revolución de la proximidad familiar, que ahora es tan necesaria. De esta proximidad familiar, desde el principio, está hecha la Iglesia. Y no olvidemos que nuestro juicio sobre los necesitados, de los pequeños y de los pobres anticipa al juicio de Dios. No olvidemos esto.

Y hagamos todo, todo lo que podamos para ayudar a las familias a ir adelante en la prueba de la pobreza y la miseria, que golpean los afectos y las uniones familiares.

Yo quisiera leer otra vez el texto de la Biblia que hemos escuchado al principio. Y que cada uno de nosotros piense en las familias que pasan por la prueba, que son probados por la miseria y la pobreza. La Biblia dice así: “Hijo mío, no prives al pobre de su sustento ni hagas languidecer los ojos del indigente” Pero pensemos cada palabra. “No hagas sufrir al que tiene hambre ni irrites al que está en la miseria. No exasperes más aún al que está irritado ni hagas esperar tu don al que lo necesita. No rechaces la súplica del afligido ni apartes tu rostro del pobre. No apartes tus ojos del indigente ni des lugar a que alguien te maldiga”. Porque esto será lo que haga el Señor, lo dice el Evangelio, si no hacemos estas cosas.
Gracias".