miércoles, 30 de abril de 2014

AUDIENCIA GENERAL PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de haber analizado la sabiduría, como el primero de los siete dones del Espíritu Santo, hoy quisiera llamar la atención sobre el segundo don, la inteligencia. No se trata en este caso de inteligencia humana, es decir de la capacidad intelectual de la que podamos estar más o menos dotados. Es un gracia que solo el Espíritu Santo puede infundir y que suscita en el cristiano la capacidad de ir más allá del aspecto externo de la realidad y escrutar las profundidades del pensamiento de Dios y de su diseño de salvación.
El apóstol Pablo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto, describe bien los efectos de este don, ¿Qué hace este dpon del intelecto en nosotros? Pablo dice esto: “Lo que el ojo no vio ni el oído oyó, ni entraron en el corazón del hombre, Dios las ha preparado para los que le aman. Pero a nosotros Dios nos las ha revelado por medio del Espíritu” (1 Cor 2, 9-10). Esto, obviamente no significa que el cristiano pueda comprender cada cosa y tenga un conocimiento pleno del diseño de Dios: todo esto permanece a la espera de manifestarse con toda claridad cuando nos encontremos ante Dios y seamos verdaderamente una cosa sola con Él. Pero, como sugiere la misma palabra, el intelecto permite “intus legere”, leer el interior. Este don nos hace entender las cosas como las hace Dios, como las entiende Dios, con la inteligencia de Dios. Uno puede entender una situación con la inteligencia humana, con prudencia y va bien, pero entender una situación en profundidad como lo hace Dios es el efecto de este don. Jesús quiso enviarnos el Espíritu Santo para que tuviéramos este don, para que todos nosotros podamos entender las cosas como Dios lo hace, con la inteligencia de Dios. Es un buen regalo el que Dios nos ha hecho a todos nosotros. Es el don con el que el Espíritu santo nos introduce en la intimidad con Dios y nos hace partícipes del diseño de amor que Él tiene para nosotros.

Está claro que el don del intelecto está estrechamente conectado con la fe. Cuando el Espíritu Santo habita en nuestro corazón e ilumina nuestra mente, nos hace crecer día a día en la comprensión de lo que el Señor nos ha dicho y ha realizado. El mismo Jesús dijo a sus discípulos: “Os enviaré el Espíritu Santo y Él os hará entender lo que yo os he enseñado” Entender las enseñanzas de Jesús, entender la Palabra, el Evangelio, entender la Palabra de Dios. Uno puede leer el Evangelio y entender algo, pero si leemos el Evangelio con este don del Espíritu Santo podemos entender con profundidad la Palabra de Dios y esto es un gran don, un gran don que debemos pedir y pedir juntos: dános Señor el don del intelecto.
Hay un episodio del evangelio de Lucas que expresa muy bien la profundidad y la fuerza de este don. Tras haber asistido a la muerte en cruz y a la sepultura de Jesús, dos de sus discípulos, desilusionados y afligidos, se van de Jerusalén y se vuelven a su pueblo de nombre Emaús. Mientras están en camino, Jesús resucitado se pone a su lado y empieza a hablar con ellos, pero sus ojos, velados por la tristeza y la desesperación, no son capaces de reconocerlo. Jesús camina con ellos, pero ellos están tan tristes y desesperados que no lo reconocen. Cuando el Señor les explicas las Escrituras, para que comprendan que Él debía sufrir y morir para después resucitar, sus mentes se abren y en sus corazones vuelve a encenderse la esperanza (cfr Lc 24,13-27). Esto es precisamente lo que el Espíritu Santo opera en nosotros, nos abre la mente, nos la  abre para entender mejor las cosas de Dios, las cosas humanas, las situaciones, todas las cosas. Importante el don del intelecto para nuestra vida cristiana. Pidamos al Señor que nos dé este don a todos nosotros, para entender, como Él lo hace, las cosas que nos suceden y para entender sobre todo las palabras del Evangelio ¡Gracias!


domingo, 27 de abril de 2014

Santa Misa y canonización de los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II


“En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que San Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.

Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).

Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2,24; cf. Is 53,5).

San Juan XXIII y San Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (cf. Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresía del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.
En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.
Esta esperanza y esta alegría se respiraban en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42-47). Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.
Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisonomía originaria, la fisonomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos.
No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, San Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado. Éste fue su gran servicio a la Iglesia; fue el Papa de la docilidad al Espíritu.

En este servicio al Pueblo de Dios, San Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.

Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama”.

miércoles, 23 de abril de 2014

AUDIENCIA GENERAL PAPA FRANCISCO

“¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”
Queridos hermanos y hermanas:

En estos días celebramos con alegría el gran misterio de la resurrección de Cristo. Es una alegría autentica, profunda, que se basa en la certeza de que Cristo resucitado no muere más, sino que vive y actúa en la Iglesia y en el mundo. No es fácil aceptar la presencia del resucitado en medio de nosotros. La pregunta que el ángel dirigió a las mujeres, aquella mañana de Pascua: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”, nos debe interrogar también a nosotros.

Buscamos entre los muertos al que vive cada vez que nos encerramos en el egoísmo o en la autocomplacencia, cuando nos dejamos seducir por el poder y las cosas de este mundo, olvidando a Dios y al prójimo, cuando ponemos nuestra esperanza en vanidades mundanas, en el dinero o el éxito; cada vez que perdemos la esperanza o no tenemos fuerzas para rezar, cada vez que nos sentimos solos, abandonados de los amigos, e incluso de Dios, cada vez que nos sentimos prisioneros de nuestros pecados. La advertencia del ángel nos va ayudar a salir de nuestras tristezas y a abrirnos a la alegría y a la esperanza. La esperanza que remueve las piedras de los sepulcros y nos empuja a anunciar que Jesús está vivo.

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, México, Costa Rica, Colombia, Uruguay, Argentina y otros países latinoamericanos. Que en este tiempo de Pascua abramos nuestra vida al encuentro con Cristo resucitado, Cristo vivo, el único que puede dar verdadera esperanza.


domingo, 20 de abril de 2014

Mensaje Urbi et Orbi del Papa Francisco en Pascua de Resurrección 2014


¡Queridos hermanos y hermanas, Feliz Pascua!
El anuncio del ángel a las mujeres resuena en la Iglesia esparcida por todo el mundo: «No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado... Vengan a ver el lugar donde estaba » (Mt 28,5-6). ¡No tengan miedo! ¡El Señor ha resucitado!

Ésta es la culminación del Evangelio, es la Buena Noticia por excelencia: Jesús, el crucificado, ha resucitado. Este acontecimiento es la base de nuestra fe y de nuestra esperanza: si Cristo no hubiera resucitado, el cristianismo perdería su valor; toda la misión de la Iglesia se quedaría sin brío, pues desde aquí ha comenzado y desde aquí reemprende siempre de nuevo.

El mensaje que los cristianos llevan al mundo es este: Jesús, el Amor encarnado, murió en la cruz por nuestros pecados, pero Dios Padre lo resucitó y lo ha constituido Señor de la vida y de la muerte. En Jesús, el Amor ha vencido al odio, la misericordia al pecado, el bien al mal, la verdad a la mentira, la vida a la muerte.

Por esto decimos a todos: «Vengan a ver». En toda situación humana, marcada por la fragilidad, el pecado y la muerte, la Buena Nueva no es sólo una palabra, sino un testimonio de amor gratuito y fiel: es un salir de sí mismo para ir al encuentro del otro, estar al lado de los heridos por la vida, compartir con quien carece de lo necesario, permanecer junto al enfermo, al anciano, al excluido.
«Vengan a ver»: El amor es más fuerte, el amor da vida, el amor hace florecer la esperanza en el desierto.
Con esta gozosa certeza, nos dirigimos hoy a ti, Señor resucitado.
Ayúdanos a buscarte para que todos podamos encontrarte, saber que tenemos un Padre y no nos sentimos huérfanos; que podemos amarte y adorarte.
Ayúdanos a derrotar el flagelo del hambre, agravada por los conflictos y los inmensos derroches de los que a menudo somos cómplices.
Haznos disponibles para proteger a los indefensos, especialmente a los niños, a las mujeres y a los ancianos, a veces sometidos a la explotación y al abandono.
Haz que podamos curar a los hermanos afectados por la epidemia de Ébola en Guinea Conakry, Sierra Leona y Liberia, y a aquellos que padecen tantas otras enfermedades, que también se difunden a causa de la incuria y de la extrema pobreza.
Consuela a todos los que hoy no pueden celebrar la Pascua con sus seres queridos, por haber sido injustamente arrancados de su afecto, como tantas personas, sacerdotes y laicos, secuestradas en diferentes partes del mundo.
Conforta a quienes han dejado su propia tierra para emigrar a lugares donde poder esperar en un futuro mejor, vivir su vida con dignidad y, muchas veces, profesar libremente su fe.
Te rogamos, Jesús glorioso, que cesen todas las guerras, toda hostilidad pequeña o grande, antigua o reciente.

Te suplicamos por la amada Siria: que cuantos sufren las consecuencias del conflicto puedan recibir la ayuda humanitaria necesaria; que las partes en causa dejen de usar la fuerza para sembrar muerte, sobre todo entre la población inerme, y tengan la audacia de negociar la paz, tan anhelada desde hace tanto tiempo.
Jesús glorioso te rogamos que consueles a las víctimas de la violencia fratricida en Irak y sostengas las esperanzas que suscitan la reanudación de las negociaciones entre israelíes y palestinos.

Te invocamos para que se ponga fin a los enfrentamientos en la República Centroafricana, se detengan los atroces ataques terroristas en algunas partes de Nigeria y la violencia en Sudán del Sur.
Y te pedimos por Venezuela, para que los ánimos se encaminen hacia la reconciliación y la concordia fraterna.

Que por tu resurrección, que este año celebramos junto con las iglesias que siguen el calendario juliano, te pedimos que ilumines e inspires iniciativas de paz en Ucrania, para que todas las partes implicadas, apoyadas por la Comunidad internacional, lleven a cabo todo esfuerzo para impedir la violencia y construir, con un espíritu de unidad y diálogo, el futuro del País, que ellos, como hermanos, puedan gritar: «Christus surrexit, venite et videte!»

¡Te rogamos, Señor, por todos los pueblos de la Tierra: Tú, que has vencido a la muerte, concédenos tu vida, danos tu paz!.

«Christus surrexit, venite et videte!».

Queridos hermanos y hermanas ¡Feliz Pascua!

domingo, 13 de abril de 2014

HOMILIA DEL PAPA FRANCISCO EN EL DOMINGO DE RAMOS

Esta semana comienza con una procesión festiva con ramas de olivo: todo el pueblo acoge a Jesús. Los niños y los jóvenes cantan, alaban a Jesús. Pero esta semana va adelante en el misterio de la muerte de Jesús y de su resurrección.

Hemos escuchado la Pasión del Señor. Nos hará bien preguntarnos ¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo ante mi Señor? ¿Quién soy yo, delante de Jesús entrando en Jerusalén en este día de fiesta? ¿Soy capaz de expresar mi alegría, de alabarlo? ¿O tomo las distancias? ¿Quién soy yo, delante de Jesús que sufre? Hemos oído muchos nombres: tantos nombres.

El grupo de líderes religiosos, algunos sacerdotes, algunos fariseos, algunos maestros de la ley que había decidido matarlo. Estaban esperando la oportunidad de apresarlo ¿Soy yo como uno de ellos? Incluso hemos oído otro nombre: Judas. 30 monedas. ¿Yo soy como Judas? Hemos escuchado otros nombres: los discípulos que no entendían nada, que se quedaron dormidos mientras el Señor sufría.

¿Mi vida está dormida? ¿O soy como los discípulos, que no entendían lo que era traicionar a Jesús? ¿O como aquel otro discípulo que quería resolver todo con la espada: soy yo como ellos? ¿Yo soy como Judas, que finge amar y besa Maestro para entregarlo, para traicionarlo? ¿Soy yo, un traidor? ¿Soy como aquellos líderes religiosos que tienen prisa en organizar un tribunal y buscan falsos testigos? ¿Soy yo como ellos?

Y cuando hago estas cosas, si las hago, ¿creo que con esto salvo al pueblo? ¿Soy yo como Pilato que cuando veo que la situación es difícil, me lavo las manos y no sé asumir mi responsabilidad y dejo condenar – o condeno yo – a las personas? ¿Soy yo como aquella muchedumbre que no sabía bien si estaba en una reunión religiosa, en un juicio o en un circo, y elije a Barrabás?

Para ellos es lo mismo: era más divertido, para humillar a Jesús. ¿Soy yo como los soldados que golpean al Señor, le escupen, lo insultan, se divierten con la humillación del Señor? ¿Soy yo como el Cireneo que regresaba del trabajo, fatigado, pero que tuvo la buena voluntad de ayudar al Señor a llevar la cruz? ¿Soy yo como aquellos que pasaban delante de la Cruz y se burlaban de Jesús?: "¡Pero... tan valeroso! ¡Que descienda de la cruz, y nosotros creeremos en Él!".

La burla a Jesús... ¿Soy yo como aquellas mujeres valientes, y como la mamá de Jesús, que estaba allí, y sufrían en silencio? ¿Soy yo como José, el discípulo escondido, que lleva el cuerpo de Jesús con amor, para darle sepultura? ¿Soy yo como estas dos Marías, que permanecen en la puerta del Sepulcro, llorando, rezando? ¿Soy yo como estos dirigentes que al día siguiente fueron a los de Pilato para decir: "Pero, mira que éste decía que habría resucitado; pero que no venga otro engaño", y frenan la vida, bloquean el sepulcro para defender la doctrina, para que la vida no salga afuera? ¿Dónde está mi corazón? ¿A cuál de éstas personas yo me parezco?

Que esta pregunta nos acompañe durante toda la semana.

miércoles, 9 de abril de 2014

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA FRANCISCO


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! 
Hoy comenzamos un ciclo de reflexiones sobre los dones del Espíritu Santo. Ustedes saben que el Espíritu Santo constituye el alma, la linfa vital de la Iglesia y de cada cristiano: es el Amor de Dios que hace de nuestro corazón la morada y entra en comunión con nosotros. El Espíritu Santo siempre está con nosotros, siempre está con nosotros, está en nuestro corazón.

El Espíritu mismo es "el don de Dios" por excelencia (cf. Jn 4,10), es un regalo de Dios y a su vez comunica a quien lo recibe distintos dones espirituales. La Iglesia identifica siete, un número que indica simbólicamente plenitud, integridad; son aquellos que se aprenden en la preparación para el sacramento de la Confirmación y que invocamos en la antigua oración llamada "Secuencia del Espíritu Santo". Los dones del Espíritu Santo son sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. 

1. El primer don del Espíritu Santo, de acuerdo con esta lista, entonces es la sabiduría. Pero no se trata meramente de la sabiduría humana, no, esta sabiduría humana que es fruto del conocimiento y la experiencia. En las Escrituras se relata que Salomón, en el momento de su coronación como rey de Israel, había pedido el don de la sabiduría. He aquí que la sabiduría es precisamente esto: es la gracia de poder ver cada cosa con los ojos de Dios, es simplemente esto, es ver el mundo, ver las situaciones, las coyunturas, los problemas con los ojos de Dios. Esta es la sabiduría. Algunas veces nosotros vemos la cosa según nuestro gusto o según la situación de nuestro corazón, con amor o con odio, con envidia. Y no, este no es el ojo de Dios. La sabiduría es lo que hace el Espíritu Santo en nosotros para que nosotros veamos todas las cosas con los ojos de Dios. Es éste el don de la sabiduría.

2. Y obviamente que este don viene de la intimidad con Dios, de la relación íntima que nosotros tenemos con Dios, de la relación de hijos con el padre. Y el Espíritu Santo cuando tenemos esta relación nos da el don de la sabiduría. Y cuando estamos en comunión con el Señor, el Espíritu Santo es como si transfigurase nuestro corazón y le hiciera percibir todo su calor y su predilección. 

3. El Espíritu Santo hace entonces al cristiano una persona "sabia". Esto, sin embargo, no en el sentido de que tiene una respuesta para todo, que lo sabe todo. Una persona sabia no tiene esto en el sentido de Dios, sino en el sentido de que "sabe" de Dios, sabe cómo actúa Dios, conoce cuando una cosa es de Dios y cuando no es de Dios; tiene esta sabiduría que Dios da a nuestros corazones. El corazón del hombre sabio en este sentido tiene el gusto y el sabor de Dios. ¡Y cuánto es importante que en nuestras comunidades haya cristianos así! Todo en ellos habla de Dios y se convierte en un signo hermoso y vital de su presencia y de su amor. Y esta es una cosa que no podemos improvisar, que no podemos obtener de nosotros mismos: es un don que Dios da a los que se hacen dóciles al Espíritu Santo.

Y nosotros tenemos dentro, en nuestro corazón, al Espíritu Santo; podemos escucharlo o, podemos no escucharlo. Si escuchamos al Espíritu Santo, Él nos enseña este camino de la sabiduría, nos regala la sabiduría que es ver con los ojos de Dios, sentir con los oídos de Dios, amar con el corazón de Dios, juzgar las cosas con el juicio de Dios. Esta es la sabiduría que nos regala el Espíritu Santo, y todos nosotros podemos tenerla. Sólo pídanla al Espíritu Santo. Pero, piensen en una madre, en su casa, con los niños, que cuando uno hace una cosa, el otro piensa otra, y la pobre madre va de un lado a otro, con los problemas de los niños. Y, cuando las madres se cansan y gritan a sus hijos ¿esto es sabiduría? ¿Regañar a los niños -les pregunto - es sabiduría? Qué dicen ustedes: ¿es sabiduría, o no? ¡No! En cambio, cuando la madre toma al niño y lo regaña dulcemente y le dice: "Pero, esto no se hace, por eso... ", y se lo explica con tanta paciencia, ¿esto es sabiduría de Dios? ¡Sí! Eso es lo que nos da el Espíritu Santo en la vida, ¿eh? Luego, en el matrimonio, por ejemplo, eh, los dos cónyuges -el marido y la mujer- se pelean y luego no se miran o, si se miran, se miran con la mala cara: ¿esto es la sabiduría de Dios? ¡No! En cambio, si se dice: "Va, ya pasó la tormenta, hagamos las paces", y recomienzan a ir adelante en paz: ¿esto es sabiduría? [La plaza: dice sí] Es éste: es el don de la sabiduría. Que venga a casa, para estar con los niños, con todos nosotros! Y eso no se aprende: esto es un don del Espíritu Santo. Para ello, tenemos que pedirle al Señor que nos dé el Espíritu Santo y que nos dé el don de la sabiduría, de aquella sabiduría de Dios que nos enseña a mirar con los ojos de Dios, a sentir con el corazón de Dios, a hablar con las palabras de Dios. Y así, con esta sabiduría, vamos adelante, construimos la familia, construimos la Iglesia y todos nos santificamos. Pidamos hoy la gracia de la sabiduría. Y pidámosla a la Virgen, que es la sede de la sabiduría, de este don: que Ella nos dé esta gracia. Gracias.

domingo, 6 de abril de 2014

ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO,V Semana de Cuaresma 6 de Abril 2014

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

el Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma nos narra la resurrección de Lázaro. Es el culmen de los “signos” prodigiosos realizados por Jesús: es un gesto demasiado grande, demasiado claramente divino para ser tolerado por los sumos sacerdotes, los cuales, cuando supieron del hecho, tomaron la decisión de matar a Jesús (Jn 11,53).

Lázaro había muerto desde hacía ya tres días cuando llegó Jesús, y a las hermanas Marta y María, Él les dijo las palabras que se imprimieron para siempre en la memoria de la comunidad cristiana, dice así Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. (Jn 11,25). Sobre esta la Palabra del Señor nosotros creemos que la vida de quién cree en Jesús y sigue su mandamiento, después de la muerte será transformada en una vida nueva, plena e inmortal. Como Jesús ha resucitado con su propio cuerpo, pero no ha vuelto a la vida terrena, así nosotros resucitaremos con nuestros cuerpos que serán transfigurados en cuerpos gloriosos. Él nos espera junto al Padre, y la fuerza del Espíritu Santo, que lo ha resucitado a Él, resucitará también a quién está unido a Él.

Frente a la tumba sellada del amigo Lázaro, Jesús “gritó con gran voz: ‘¡Lázaro, salí afuera! El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto con un sudario. (vv. 43-44). Este grito perentorio está dirigido a cada hombre, porque todos estamos marcados por la muerte, todos nosotros; es la voz de Aquel que es el dueño de la vida y quiere que todos “la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Cristo no se resigna a los sepulcros que nos hemos construido con nuestras elecciones de mal y de muerte, con nuestros errores, con nuestros pecados. ¡Él no se resigna a esto! Él nos invita, casi nos ordena, que salgamos de la tumba en la cual nuestros pecados nos han hundido. Nos llama insistentemente a salir de la oscuridad de la prisión en la que estamos encerrados, conformándonos con una vida falsa, egoísta, mediocre. “¡Salí afuera”!, nos dice. “¡Salí afuera”! Es una bella invitación a la verdadera libertad. Dejémonos aferrar por estas palabras que Jesús hoy repite a cada uno de nosotros. Una invitación a dejarnos liberar de las “vendas”, de las “vendas del orgullo. Porque el orgullo nos hace esclavos, esclavos de nosotros mismos, esclavos de tantos ídolos, de tantas cosas. Nuestra resurrección comienza desde aquí: cuando decidimos obedecer a esta orden de Jesús saliendo a la luz, a la vida; cuando de nuestro rostro caen las máscaras - tantas veces nosotros estamos enmascarados por el pecado, ¡las máscaras deben caer! - y nosotros encontramos el coraje de nuestro rostro original, creado a imagen y semejanza de Dios.

El gesto de Jesús que resucita a Lázaro muestra hasta dónde puede llegar la fuerza de la Gracia de Dios, y por lo tanto, donde puede llegar nuestra conversión, nuestro cambio. Pero escuchen bien: ¡no hay ningún límite a la misericordia divina ofrecida a todos! ¡No hay ningún límite a la misericordia divina ofrecida a todos! Acuérdense bien esta frase. Y podemos decirla todos juntos: ¡No hay ningún límite a la misericordia divina ofrecida a todos! Digámosla juntos: ¡No hay ningún límite a la misericordia divina ofrecida a todos! El Señor está siempre listo para levantar la piedra tumbal de nuestros pecados, que nos separa de Él, luz de los vivientes.

Después de la oración mariana del Ángelus el Papa dijo:
Queridos hermanos y hermanas:
Se llevará a cabo mañana en Ruanda la conmemoración del vigésimo aniversario del inicio del genocidio perpetrado contra los tutsis en el 1994. Con esta circunstancia deseo expresar mi cercanía paternal al pueblo ruandés, animándole a continuar con determinación y esperanza, el proceso de reconciliación que ya ha manifestado sus frutos, y el empeño de reconstruir humana y espiritualmente el país. A todos les digo: ¡No tengan miedo! En la roca del Evangelio construyan su sociedad, en el amor y en la concordia, ¡porque sólo así se genera una paz duradera! Invoco sobre toda la querida nación de Ruanda a la protección maternal de Nuestra Señora de Kibeho. Recuerdo con afecto a los obispos ruandeses que han estado aquí, en el Vaticano, la semana pasada. Y a todos los invito, ahora, a rezar a la Virgen Nuestra Señora de Kibeho.

(Reza Ave María)
Saludo a todos los peregrinos presentes, especialmente a los que participan en el ‘Congreso del Movimiento de Compromiso Educativo de la Acción Católica Italiana’. ¡Invertir en educación significa invertir en esperanza!
Saludo a los fieles de Madrid y Menorca; a aquellos de la Diócesis de Concordia-Pordenone; el grupo brasileño "Fraternidad y Tráfico Humano"; a los estudiantes de Canadá, Australia, Bélgica y a los de Cartagena-Murcia; a los alpinos de Como y de Roma.
Saludo a los grupos de niños que han recibido o se están preparándose para la Confirmación, los jóvenes de diferentes parroquias y los numerosos estudiantes.
Han pasado exactamente cinco años del terremoto que azotó a L'Aquila y su territorio. En este momento queremos unirnos con aquella comunidad que ha sufrido tanto, que todavía sufre, lucha y espera, con mucha confianza en Dios y en la Virgen María. Oremos por todas las víctimas: que vivan para siempre en la paz del Señor. Y recemos por el camino de resurrección del pueblo de L'Aquila: la solidaridad y el renacimiento espiritual, son la fuerza de la reconstrucción material.

Recemos por las víctimas del virus del Ébola que se ha desarrollado en Guinea y países vecinos. Que el Señor sostenga los esfuerzos para combatir el inicio de esta epidemia y para asegurar cuidado y asistencia a todos los necesitados.

Y ahora me gustaría hacer un simple gesto para ustedes. En los últimos domingos he sugerido a todos ustedes que se hicieran con un pequeño Evangelio, para llevar uno mismo durante el día para poder leerlo a menudo. Entonces me acordé de la antigua tradición de la Iglesia, durante la Cuaresma, de entregar el Evangelio a los catecúmenos, los que se preparan para el bautismo. Así que hoy quiero darles a ustedes que están en Piazza –pero en un seño para todos- un Evangelio de bolsillo. Será distribuido de forma gratuita. Hay lugares en la plaza para esta distribución. Yo los veo: allí, allí, allí, allí.... Acérquense a los lugares y tomen el Evangelio ¡Tómenlo, tómelo con usted, y léanlo cada día: ¡es exactamente Jesús el que les habla allí! ¡Es la palabra de Jesús: esta es la Palabra de Jesús!

Y como Él les digo: ¡gratuitamente han recibido, gratuitamente den! ¡Den el mensaje del Evangelio! Pero a lo mejor alguno de ustedes non cree que esto sea gratuito. “¿Pero cuando qué? ¿Cuánto debo pagar, Padre? Pero hagamos una cosa, a cambio de este regalo, hagan un acto de caridad, un gesto de amor desinteresado, una oración por los enemigos, una reconciliación de alguna cosa... Hoy se puede leer el Evangelio con muchos instrumentos tecnológicos. Se puede llevar la Biblia con uno mismo en un teléfono móvil, una tableta. Lo importante es leer la Palabra de Dios, con todos los medios, pero leer la Palabra de Dios: ¡es Jesús que nos habla allí! es acogerla con el corazón abierto. ¡Entonces la buena semilla da fruto!


¡Les deseo un buen domingo y buen almuerzo! ¡Hasta la vista!