Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Después de haber reflexionado sobre las figuras de la madre
y del padre, en esta catequesis sobre la familia quisiera hablar sobre el hijo
o, mejor, los hijos. Hago referencia a una bonita imagen de Isaías. Escribe el
profeta: “Todos se han reunido y vienen hacia ti; tus hijos llegan desde lejos
y tus hijas son llevadas en brazos. Al ver esto, estarás radiante, palpitará y
se ensanchará tu corazón”. Es una imagen espléndida, una imagen de la felicidad
que se realiza en la unificación entre padres e hijos, que caminan juntos hacia
un futuro de libertad y de paz, después de un largo tiempo de privación y de
separación, como ha sido ese tiempo, esa historia que estaban lejos de la
patria.
De hecho, hay una estrecha unión entre la esperanza de un
pueblo y la armonía entre las generaciones. Pero esto debemos pensarlo bien.
Hay una unión estrecha entre la esperanza de un pueblo y la armonía entre las
generaciones. La alegría de los hijos hace palpitar los corazones de los
padres y reabre el futuro. Los hijos son la alegría de la familia y de la
sociedad. No son un problema de biología reproductiva, ni una de tantas formas
de sentirse realizado. Y mucho menos son una posesión de los padres. No, no.
Los hijos son un don. Son un regalo. ¿Entendido? Los hijos son un don. Cada uno
es único e irrepetible, y al mismo tiempo inconfundiblemente unido a sus
raíces. Ser hijo e hija, de hecho, según el diseño de Dios, significa llevar en
sí la memoria y la esperanza de una amor que se ha realizado a sí mismo
encendiendo la vida de otro ser humano, original y nuevo.
Y para los padres cada hijo es uno mismo, diferente e diverso. Permitidme un
recuerdo de familia. Yo recuerdo cuando a mi madre decía, nosotros éramos
cinco, y ella decía: “Yo tengo cinco hijos”, pero “¿cuál es tu preferido?”, “yo
tengo cinco hijos como cinco dedos. Si me golpean este me hace daño, si me
golpean este me hace daño, me hacen mal los cinco. Todos son mios, pero todos
diferentes como los dedos de una mano. Y así es la familia, la diferencia de
los hijos, pero todos hijos.
A un hijo se le ama, no porque sea guapo, porque sea así o
asá, sino porque es hijo. No porque piensa como yo o encarna mis deseos.
Un hijo es un hijo: una vida generada por nosotros pero destinada a él, a
su bien, al bien de la familia, de la sociedad, de la humanidad entera.
De aquí viene también la profundidad de la experiencia
humana del ser hijo e hija, que nos permite descubrir la dimensión más gratuita
del amor, que no termina nunca de sorprendernos. Es la belleza de ser amados
antes, los hijos son amados antes de que lleguen. Cuántas veces me encuentro
aquí a las madres que me enseñan su barriga y me piden la bendición porque son
amados estos niños antes de venir al mundo. Esto es gratuidad, esto es amor.
Son amados antes, como el amor de Dios, que nos ama siempre antes.
Son amados antes de haber hecho cualquier cosa para
merecerlo, antes de saber hablar o pensar, incluso antes de venir al mundo. Ser
hijos es la condición fundamental para conocer el amor de Dios, que es la
fuente última de este auténtico milagro. En el alma de cada hijo, aún
vulnerable, Dios pone el sello de este amor, que es la base de su dignidad
personal, una dignidad que nada ni nadie podrá destruir.
Hoy parece más difícil para los hijos imaginar su futuro.
Los padres --lo indicaba en las catequesis precedentes-- han hecho quizá un
paso hacia atrás y los hijos se han convertido en más inciertos al dar sus
pasos hacia adelante. Podemos aprender la buena relación entre las generaciones
de nuestro Padre celeste, que nos deja libre a cada uno de nosotros pero
nunca nos deja solos. Y si nos equivocamos, continúa siguiéndonos con paciencia
sin disminuir su amor por nosotros. El Padre celeste no da pasos atrás en su
amor por nosotros, nunca, siempre va adelante. Y si no puede ir adelante, nos
espera pero nunca va atrás; quiere que sus hijos sean valientes y den sus pasos
adelante.
Los hijos, por su parte, no deben tener miedo al compromiso
de construir un mundo nuevo: ¡es justo para ellos desear que sea mejor que el
que han recibido! Pero esto se hace sin arrogancia, sin presunción. De los
hijos es necesario reconocer el valor, y a los padres se les debe honrar
siempre.
El cuarto mandamiento pide a los hijos --¡y todos lo
somos!-- honrar al padre y a la madre. Este mandamiento viene justo después de
los que se refieren a Dios. Después de los tres mandamientos que se refieren a
Dios, viene este cuarto. De hecho contiene algo de sagrado, algo que está en la
raíz de cualquier otro tipo de respeto entre los hombres.
En la formulación bíblica del cuarto mandamiento se añade:
“para que se alarguen tus días en el país que el Señor tu Dios te da”. La unión
virtuosa entre las generaciones es garantía de futuro, y es garantía de una
historia realmente humana. Una sociedad de hijos que no honran a los padres es
una sociedad sin honor, cuando no se honra a los padres se pierde el propio
honor. Es una sociedad destinada a llenarse de jóvenes ávidos y codiciosos.
Pero, también una sociedad avara de generación, que no ama
rodearse de hijos, que los considera sobre todo un preocupación, un peso, un
riesgo, es una sociedad deprimida. Pensemos en muchas sociedades que conocemos
aquí en Europa, son sociedades deprimidas porque no quieren hijos, no tienen
hijos, el nivel de nacimiento no llega al 1 por ciento.
¿Por qué? Cada uno que lo piense y responda. Si se mira una familia generosa de
hijos como si fuera un peso, hay algo que no va bien. La generación de los
hijos debe ser responsable, como enseña también la encíclica Humanae
Vitae del beato Papa Pablo VI, pero tener más hijos no se puede
convertir automáticamente en una elección irresponsable. Es más, no tener hijos
es una elección egoísta. La vita rejuvenece y adquiere energías
multiplicándose: ¡se enriquece, no se empobrece! Los hijos aprenden a hacerse
cargo de su familia, maduran en el compartir sus sacrificios, crecen apreciando
sus dones. La experiencia feliz de la fraternidad anima al respeto y el cuidado
de los padres, a quienes debemos nuestro reconocimiento.
Muchos de vosotros aquí tenéis hijos. Y todos somo hijos.
Hagamos algo, un minuto, no nos alargamos mucho. Cada uno piense en su corazón
en sus hijos, si los tiene. Piense en silencio. Y todos pensamos en
nuestros padres, y damos gracias a Dios por el don de la vida. En silencio, los
que tienen hijos que piensen en ellos y todos pensamos en nuestros padres.
(Momentos de silencio) Que el Señor bendiga a nuestros padres y bendiga a
vuestros hijos.
Jesús, el Hijo eterno, hecho hijo en el tiempo, nos ayude a
encontrar el camino de una nueva irradiación de este experiencia humana así de
simple y así de grande que es ser hijos. En el multiplicarse de las
generaciones hay un misterio de enriquecimiento de la vida de todos, que viene
del mismo Dios. Debemos redescubrirlo, desafiando al prejuicio; y vivirlo, en
la fe, en perfecta alegría.
Y digo qué bonito es, cuando paso entre vosotros, y veo a
los papás y las mamás que alzan a sus hijos para ser bendecidos. Este es un
gesto casi divino. Gracias por hacerlo.
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