SANTA MISA DE CLAUSURA
DE LA PEREGRINACIÓN
DE LAS FAMILIAS DEL MUNDO A ROMA EN EL AÑO DE LA FE
Las lecturas de este domingo nos invitan a meditar sobre
algunas características fundamentales de la familia cristiana.
1. La primera: La familia que ora. El texto del
Evangelio pone en evidencia dos modos de orar, uno falso – el del fariseo – y
el otro auténtico – el del publicano. El fariseo encarna una actitud que no
manifiesta la acción de gracias a Dios por sus beneficios y su misericordia,
sino más bien la satisfacción de sí. El fariseo se siente justo, se siente en
orden, se pavonea de esto y juzga a los demás desde lo alto de su pedestal. El
publicano, por el contrario, no utiliza muchas palabras. Su oración es humilde,
sobria, imbuida por la conciencia de su propia indignidad, de su propia
miseria: este hombre en verdad se reconoce necesitado del perdón de Dios, de la
misericordia de Dios.
La del publicano es la oración del pobre, es la oración que
agrada a Dios que, como dice la primera Lectura, «sube hasta las nubes» (Si 35,16),
mientras que la del fariseo está marcada por el peso de la vanidad.
A la luz de está Palabra, quisiera preguntarles a ustedes,
queridas familias: ¿Rezan alguna vez en familia? Algunos sí, lo sé. Pero muchos
me dicen: pero ¿Cómo se hace? Se hace como el publicano, es claro: humilde,
delante de Dios. Cada uno con humildad se deja ver del Señor y le pide su
bondad, que venga a nosotros. Pero, en familia, ¿Cómo se hace? Porque parece
que la oración sea algo personal, y además nunca se encuentra el momento
oportuno, tranquilo, en familia… Sí, es verdad, pero es también cuestión de
humildad, de reconocer que tenemos necesidad de Dios, como el publicano. Y
todas las familias, tenemos necesidad de Dios: todos, todos. Necesidad de su
ayuda, de su fuerza, de su bendición, de su misericordia, de su perdón. Y se
requiere sencillez. Para rezar en familia se necesita sencillez. Rezar juntos
el “Padrenuestro”, alrededor de la mesa, no es algo singular: es fácil. Y rezar
juntos el Rosario, en familia, es muy bello, da mucha fuerza. Y rezar aun el
uno por el otro: el marido por la esposa, la esposa por el marido, los dos por
los hijos, los hijos por los padres, por los abuelos… Rezar el uno por el otro.
Esto es rezar en familia, y esto hace fuerte la familia: la oración.
2. La segunda Lectura nos sugiere otro aspecto: la
familia conserva la fe. El apóstol Pablo, al final de su vida, hace un
balance fundamental, y dice: «He conservado la fe» (2 Tm 4,7) ¿Cómo
la conservó? No en una caja fuerte. No la escondió bajo tierra, como aquel
siervo un poco perezoso. San Pablo compara su vida con una batalla y con una
carrera. Ha conservado la fe porque no se ha limitado a defenderla, sino que la
ha anunciado, irradiado, la ha llevado lejos. Se ha opuesto decididamente a
quienes querían conservar, «embalsamar» el mensaje de Cristo dentro de los
confines de Palestina. Por esto ha hecho opciones valientes, ha ido a
territorios hostiles, he aceptado el reto de los alejados, de culturas
diversas, ha hablado francamente, sin miedo. San Pablo ha conservado la fe
porque, así como la había recibido, la ha dado, yendo a las periferias, sin
atrincherarse en actitudes defensivas.
También aquí, podemos preguntar: ¿De qué manera, en familia,
conservamos nosotros la fe? ¿La tenemos para nosotros, en nuestra familia, como
un bien privado, como una cuenta bancaria, o sabemos compartirla con el
testimonio, con la acogida, con la apertura hacia los demás? Todos sabemos que
las familias, especialmente las más jóvenes, van con frecuencia «a la carrera»,
muy ocupadas; pero ¿han pensado alguna vez que esta «carrera» puede ser también
la carrera de la fe? Las familias cristianas son familias misioneras. Ayer
escuchamos, aquí en la plaza, el testimonio de familias misioneras. Son
misioneras también en la vida de cada día, haciendo las cosas de todos los
días, poniendo en todo la sal y la levadura de la fe. Conservar la fe en
familia y poner la sal y la levadura de la fe en las cosas de todos los días.
3. Y un último aspecto encontramos de la Palabra de
Dios: la familia que vive la alegría. En el Salmo responsorial
se encuentra esta expresión: «Los humildes lo escuchen y se alegren» (33,3).
Todo este Salmo es un himno al Señor, fuente de alegría y de paz. Y ¿cuál es el
motivo de esta alegría? Es éste: El Señor está cerca, escucha el grito de los
humildes y los libra del mal. Lo escribía también San Pablo: «Alegraos siempre…
el Señor está cerca» (Flp 4,4-5). Me gustaría hacer una pregunta
hoy. Pero que cada uno la lleve en el corazón a su casa, eh! Como una tarea a
realizar. Y responda solo: ¿Hay alegría en tu casa? ¿Hay alegría en tu familia?
Den ustedes la respuesta.
Queridas familias, ustedes lo saben bien: la verdadera
alegría que se disfruta en familia no es algo superficial, no viene de las
cosas, de las circunstancias favorables… la verdadera alegría viene de la
armonía profunda entre las personas, que todos experimentan en su corazón y que
nos hace sentir la belleza de estar juntos, de sostenerse mutuamente el camino
de la vida. A la base de este sentimiento de alegría profunda está la presencia
de Dios, la presencia de Dios en la familia, está su amor acogedor, misericordioso,
respetuoso hacia todos. Y sobre todo, un amor paciente: la paciencia es una
virtud de Dios y nos enseña, en familia, a tener este amor paciente, el uno por
el otro. Tener paciencia entre nosotros. Amor paciente. Sólo Dios sabe crear la
armonía de las diferencias. Si falta el amor de Dios, también la familia pierde
la armonía, prevalecen los individualismos, y se apaga la alegría. Por el
contrario, la familia que vive la alegría de la fe la comunica espontáneamente,
es sal de la tierra y luz del mundo, es levadura para toda la sociedad.
Queridas familias, vivan siempre con fe y simplicidad, como
la Sagrada Familia de Nazaret. ¡La alegría y la paz del Señor esté siempre con
ustedes!.
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