Queridos hermanos Obispos:
Los saludo afectuosamente y agradezco a Mons. Peter U-il
Kang las fraternas palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de
todos. Es una bendición para mí estar aquí y conocer personalmente la vitalidad
de la Iglesia coreana.
A ustedes, como Pastores, corresponde la tarea de custodiar
el rebaño del Señor. Son los custodios de las maravillas que él realiza en su
pueblo. Custodiar es una de las tareas confiadas específicamente al Obispo:
cuidar del Pueblo de Dios. Como hermano en el Episcopado, me gustaría
reflexionar hoy con ustedes sobre dos aspectos centrales del cuidado del Pueblo
de Dios en este país: ser custodios de la memoria y de la esperanza.
Ser custodios de la memoria.
La beatificación de Pablo Yun Ji-chung y de sus compañeros
constituye una ocasión para dar gracias al Señor que, de las semillas
esparcidas por los mártires, ha hecho que esta tierra produjera una abundante
cosecha de gracia. Ustedes son los descendientes de los mártires, herederos de
su heroico testimonio de fe en Cristo.
Son además herederos de una extraordinaria tradición que
surgió y se desarrolló gracias a la fidelidad, a la perseverancia y al trabajo
de generaciones de laicos. Es significativo que la historia de la Iglesia en
Corea haya comenzado con un encuentro directo con la Palabra de Dios.
Fue la belleza intrínseca y la integridad del mensaje
cristiano –el Evangelio y su llamada a la conversión, a la renovación interior
y a una vida de caridad– lo que impresionó a Yi Byeok y a los nobles ancianos
de la primera generación; y la Iglesia en Corea mira ese mensaje, en su pureza,
como un espejo, para descubrirse auténticamente a sí misma.
La fecundidad del Evangelio en la tierra coreana y el gran
legado transmitido por sus antepasados en la fe, se pueden reconocer hoy en el
florecimiento de parroquias activas y de movimientos eclesiales, en sólidos
programas de catequesis, en la atención pastoral a los jóvenes y en las
escuelas católicas, en los seminarios y en las universidades.
La Iglesia en Corea se distingue por su presencia en la vida
espiritual y cultural de la nación y por su fuerte impulso misionero. De tierra
de misión, Corea ha pasado a ser tierra de misioneros; y la Iglesia universal
se beneficia de los muchos sacerdotes y religiosos enviados por el mundo.
Ser custodios de la memoria implica algo más que recordar o
conservar las gracias del pasado. Requiere también sacar de ellas los recursos
espirituales para afrontar con altura de miras y determinación las esperanzas,
las promesas y los retos del futuro.
Como ustedes mismos han señalado, la vida y la misión de la
Iglesia en Corea no se mide en último término con criterios exteriores,
cuantitativos o institucionales; más bien debe ser considerada a la clara luz
del Evangelio y de su llamada a la conversión a Jesucristo. Ser custodios de la
memoria significa darse cuenta de que el crecimiento lo da Dios (cf. 1 Co 3,6),
y al mismo tiempo es fruto de un trabajo paciente y perseverante, tanto en el
pasado como en el presente.
Nuestra memoria de los mártires y de las generaciones
anteriores de cristianos debe ser realista, no idealizada o
"triunfalista". Mirar al pasado sin escuchar la llamada de Dios a la
conversión en el presente no nos ayudará a avanzar en el camino; al contrario,
frenará o incluso detendrá nuestro progreso espiritual.
Además de ser custodios de la memoria, queridos hermanos,
ustedes están llamados a ser custodios de la esperanza: la esperanza que nos
ofrece el Evangelio de la gracia y de la misericordia de Dios en Jesucristo, la
esperanza que inspiró a los mártires. Ésa es la esperanza que estamos llamados
a proclamar en un mundo que, a pesar de su prosperidad material, busca algo
más, algo más grande, algo auténtico y que dé plenitud.
Ustedes y sus hermanos sacerdotes ofrecen esta esperanza con
su ministerio de santificación, que no sólo conduce a los fieles a las fuentes
de la gracia en la liturgia y en los sacramentos, sino que los alienta
constantemente a responder a la llamada de Dios hasta llegar a la meta (cf. Flp
3,14). Ustedes custodian esta esperanza manteniendo viva la llama de la
santidad, de la caridad fraterna y del celo misionero en la comunión eclesial.
Por esta razón les pido que estén siempre cerca de sus
sacerdotes, animándolos en su labor cotidiana, en la búsqueda de la santidad y
en la proclamación del Evangelio de la salvación. Les pido que les transmitan
mi saludo afectuoso y mi gratitud por su generoso servicio al Pueblo de Dios.
Si aceptamos el reto de ser una Iglesia misionera, una Iglesia
constantemente en salida hacia el mundo y en particular a las periferias de la
sociedad contemporánea, tenemos que desarrollar ese "gusto
espiritual" que nos hace capaces de acoger e identificarnos con cada
miembro del Cuerpo de Cristo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268).
En este sentido, nuestras comunidades deberían mostrar una
solicitud particular por los niños y los ancianos. ¿Cómo podemos ser custodios
de la esperanza sin tener en cuenta la memoria, la sabiduría y la experiencia
de los ancianos y las aspiraciones de los jóvenes?
A este respecto quisiera pedirles que se ocupen
especialmente de la educación de los jóvenes, apoyando la indispensable misión
no sólo de las universidades, sino también de las escuelas católicas desde los
primeros niveles, donde la mente y el corazón de los jóvenes se forman en el
amor de Dios y de su Iglesia, en la bondad, la verdad y la belleza, para ser
buenos cristianos y honestos ciudadanos.
Ser custodios de la esperanza implica también garantizar que
el testimonio profético de la Iglesia en Corea siga expresándose en su
solicitud por los pobres y en sus programas de solidaridad, sobre todo con los
refugiados y los inmigrantes, y con aquellos que viven al margen de la
sociedad.
Esta solicitud debería manifestarse no sólo mediante
iniciativas concretas de caridad –que son muy necesarias– sino también con un
trabajo constante de promoción social, ocupacional y educativa. Podemos correr
el riesgo de reducir nuestro compromiso con los necesitados solamente a la dimensión
asistencial, olvidando la necesidad que todos tienen de crecer como personas, y
de poder expresar con dignidad su propia personalidad, su creatividad y
cultura.
La solidaridad con los pobres es un elemento esencial de la
vida cristiana; mediante una predicación y una catequesis basadas en el rico
patrimonio de la doctrina social de la Iglesia, debe permear los corazones y
las mentes de los fieles y reflejarse en todos los aspectos de la vida
eclesial.
El ideal apostólico de una Iglesia de los pobres y para los
pobres quedó expresado elocuentemente en las primeras comunidades cristianas de
su nación. Espero que este ideal siga caracterizando la peregrinación de la
Iglesia en Corea hacia el futuro. Estoy convencido de que si el rostro de la
Iglesia es ante todo el rostro del amor, los jóvenes se sentirán cada vez más
atraídos hacia el Corazón de Jesús, siempre inflamado de amor divino en la
comunión de su Cuerpo Místico.
Queridos hermanos, el testimonio profético y evangélico
presenta algunos retos particulares a la Iglesia en Corea, que vive y se mueve
en medio de una sociedad próspera pero cada vez más secularizada y
materialista. En estas circunstancias, los agentes pastorales sienten la
tentación de adoptar no sólo modelos eficaces de gestión, programación y
organización tomados del mundo de los negocios, sino también un estilo de vida
y una mentalidad guiada más por los criterios mundanos del éxito e incluso del
poder, que por los criterios que nos presenta Jesús en el Evangelio.
¡Ay de nosotros si despojamos a la Cruz de su capacidad para
juzgar la sabiduría de este mundo! (cf. 1 Co 1,17). Los animo a ustedes y a sus
hermanos sacerdotes a rechazar esta tentación en todas sus modalidades. Dios
quiera que nos podamos salvar de esa mundanidad espiritual y pastoral que
sofoca el Espíritu, sustituye la conversión por la complacencia y termina por
disipar todo fervor misionero (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 93-97).
Queridos hermanos Obispos, con estas reflexiones sobre su
misión como custodios de la memoria y de la esperanza, he pretendido animarlos
en sus esfuerzos por incrementar la unidad, la santidad y el celo de los fieles
en Corea. La memoria y la esperanza nos inspiran y nos guían hacia el futuro.
Los tengo presentes a todos en mis oraciones y les pido que
confíen siempre en la fuerza de la gracia de Dios: «El Señor, que es fiel, les
dará fuerzas y los librará del Maligno» (2 Ts 3,3). Que las oraciones de María,
Madre de la Iglesia, hagan florecer plenamente en esta tierra las semillas
sembradas por los mártires, regadas por generaciones de fieles católicos y
trasmitidas a ustedes como promesa de futuro para el país y el mundo.
A ustedes y a cuantos han sido confiados a su atención y
custodia pastoral, les imparto de corazón la Bendición Apostólica
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