miércoles, 11 de marzo de 2015

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy proseguimos la reflexión sobre los abuelos, considerando el valor y la importancia de su rol en la familia. Lo hago identificándome con estas personas, porque también yo pertenezco a esta franja de edad. Cuando fui a Filipinas, los habitante de Filipinas me saludaban diciendo ‘Lolo Kiko’, es decir, ‘Abuelo Francisco’. ‘Lolo Kiko’, decían.

Lo primero que es importante subrayar: es verdad que la sociedad tiende a descartarnos, pero ciertamente el Señor no. Él nos llama a seguirlo en cada edad de la vida, y también la ancianidad contiene una gracia y una misión, una verdadera vocación del Señor. No es aún el momento de “no remar más”.  Este periodo de la vida es distinto a los anteriores, no hay duda; debemos también “inventarlo” un poco, porque nuestras sociedades no están preparadas, espiritual y moralmente, para darles su pleno valor.

Antes, en efecto, no era tan normal tener tiempo a disposición; hoy lo es mucho más. Y también la espiritualidad cristiana ha sido un poco tomada por sorpresa, y se trata de delinear una espiritualidad de las personas ancianas. ¡Pero gracias a Dios no faltan los testimonios de santos y santas ancianos!

Me emocionó mucho la “Jornada por los ancianos” que hicimos aquí en la plaza de san Pedro el año pasado, la plaza llena. Escuché historias de ancianos que se desviven por los otros. Y también historias de parejas y matrimonios que vienen y dicen, hoy hacemos 50 años, 60 años de matrimonio. Y digo, házselo ver a los jóvenes que se cansan pronto. El testimonio de los ancianos en la fidelidad. En esta plaza había muchos ese día.

Es una reflexión para continuar, en ámbito tanto eclesial como civil. El Evangelio viene a nuestro encuentro con una imagen muy bonita, conmovedora y alentadora. Es la imagen de Simeón y de Ana, de quienes nos habla el Evangelio de la infancia de Jesús, de san Lucas. Eran realmente ancianos, el “viejo” Simeón y la “profetisa” Ana que tenía 84 años. No escondía la edad esta mujer. El Evangelio dice que esperaban la venida de Dios cada día, con gran fidelidad, desde hacía muchos años. Querían verlo precisamente ese día, recoger los signos, intuir el inicio. Quizá estaban también un poco resignados, ya, a morir antes: esa larga espera continuaba sin embargo ocupando su vida, no tenían compromisos más importantes que este. Esperar al Señor y rezar. Y así, cuando María y José llegaron al templo para cumplir la disposición de la Ley, Simeón y Ana se movieron impulsados, animados por el Espíritu Santo. El peso de la edad y de la espera desapareció en un momento. Reconocieron al Niño, y descubrieron una nueva fuerza, para una nueva tarea: dar gracias y dar testimonio por este Signo de Dios. Simeón improvisó un bellísimo himno de júbilo. Ha sido un poeta en ese momento. Y Ana se convierte en la primera predicadora de Jesús: “hablaba del niño a quienes esperaban la redención de Jerusalén”.
¡Queridos abuelos, queridos ancianos, pongámonos en la estela de estos ancianos extraordinarios! Nos convertimos también nosotros un poco en poetas de la oración: tomemos gusto a buscar palabras nuestras, apropiemonos de esas que nos enseña la Palabra de Dios. ¡Es un gran don para la Iglesia, la oración de los abuelos y de los ancianos!

Es un gran don para la Iglesia la oración de los abuelos y los ancianos. La oración de los abuelos y los ancianos es un gran don para la Iglesia, un riqueza. Una gran inyección de sabiduría también para toda la sociedad humana: sobre todo para aquella que está demasiado ocupada, demasiado distraída. ¡Alguno debe también cantar, también por ellos, cantar los signos de Dios! Proclamar los signos de Dios. Rezar por ellos. Miremos a Benedicto XVI, que ha elegido pasar en la oración y en la escucha de Dios la última etapa de su vida. Es bonito esto. Un gran creyente del siglo pasado, de tradición ortodoxa, Olivier Clément, decía: “Una civilización donde no se reza más, es una civilización donde la vejez no tiene ya sentido. Y esto es aterrador, nosotros necesitamos antes que nada ancianos que recen, porque la vejez nos es dada para esto. Necesitamos ancianos que recen, porque la vejez es dada para esto. Es algo bello, algo bello esto, la oración de los ancianos.

Nosotros podemos dar las gracias al Señor por los beneficios recibidos, y llenar el vacío de la ingratitud que lo rodea. Podemos interceder por las esperas de las nuevas generaciones y dar dignidad a la memoria y a los sacrificios de las pasadas. Nosotros, los ancianos, podemos recordar a los jóvenes ambiciosos que una vida sin amor es árida. Podemos decir a los jóvenes asustados que la angustia del futuro puede ser vencida. Podemos enseñar a los jóvenes demasiado enamorados de sí mismos que hay más alegría en el dar que en el recibir. Los abuelos y las abuelas forman la “coral” permanente de un gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y el canto de alabanza sostienen la comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida.

La oración, finalmente, purifica incesantemente el corazón. La alabanza y la súplica a Dios previene el endurecimiento del corazón en el resentimiento y en el egoísmo. ¡Qué feo es el cinismo de un anciano que ha perdido el sentido de su testimonio, desprecia a los jóvenes y no comunica una sabiduría de vida! ¡Sin embargo, qué bonito es el aliento que el anciano consigue transmitir al joven en búsqueda del sentido de la fe y de la vida! Es verdaderamente la misión de los abuelos, la vocación de los ancianos. Las palabras de los abuelos tienen algo especial para los jóvenes. Y ellos lo saben. Las palabras que mi abuela me dio por escrito el día de mi ordenación sacerdotal, las llevo aún conmigo siempre en el breviario. Y las leo a menudo y me hace bien.

Como quisiera una Iglesia que desafía la cultura del descarte con la alegría desbordante de un nuevo abrazo entre los jóvenes y los ancianos. Y esto es lo que hoy pido al Señor, este abrazo.

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