Lunes 6 de enero de 2014
«Lumen requirunt lumine».
Esta sugerente expresión de un himno litúrgico de la Epifanía se refiere a la
experiencia de los Magos: siguiendo una luz, buscan la Luz.
La estrella que aparece en el cielo enciende en su mente y en su corazón una
luz que los lleva a buscar la gran Luz de Cristo. Los Magos siguen fielmente
aquella luz que los ilumina interiormente y encuentran al Señor.
En este recorrido que hacen los
Magos de Oriente está simbolizado el destino de todo hombre: nuestra vida es un
camino, iluminados por luces que nos permiten entrever el sendero, hasta
encontrar la plenitud de la verdad y del amor, que nosotros cristianos
reconocemos en Jesús, Luz del mundo. Y todo hombre, como los Magos, tiene a
disposición dos grandes “libros” de los que sacar los signos para orientarse en
su peregrinación: el libro de la creación y el libro de las Sagradas
Escrituras. Lo importante es estar atentos, vigilantes, escuchar a Dios que nos
habla, siempre nos habla. Como dice el Salmo, refiriéndose a la Ley del Señor:
«Lámpara es tu palabra para mis pasos, / luz en mi sendero» (Sal 119,105).
Sobre todo, escuchar el Evangelio, leerlo, meditarlo y convertirlo en alimento
espiritual nos permite encontrar a Jesús vivo, hacer experiencia de Él y de su
amor.
En la primera Lectura resuena,
por boca del profeta Isaías, el llamado de Dios a Jerusalén: «¡Levántate,
brilla!» (60,1). Jerusalén está llamada a ser la ciudad de la luz, que refleja
en el mundo la luz de Dios y ayuda a los hombres a seguir sus caminos. Ésta es
la vocación y la misión del Pueblo de Dios en el mundo. Pero Jerusalén puede
desatender esta llamada del Señor. Nos dice el Evangelio que los Magos, cuando
llegaron a Jerusalén, de momento perdieron de vista la estrella. No la veían.
En especial, su luz falta en el palacio del rey Herodes: aquella mansión es
tenebrosa, en ella reinan la oscuridad, la desconfianza, el miedo, la envidia.
De hecho, Herodes se muestra receloso e inquieto por el nacimiento de un frágil
Niño, al que ve como un rival. En realidad, Jesús no ha venido a derrocarlo a
él, ridículo fantoche, sino al Príncipe de este mundo. Sin embargo, el rey y
sus consejeros sienten que el entramado de su poder se resquebraja, temen que
cambien las reglas de juego, que las apariencias queden desenmascaradas. Todo
un mundo edificado sobre el poder, el prestigio, el tener, la corrupción, entra
en crisis por un Niño. Y Herodes llega incluso a matar a los niños: «Tú matas
el cuerpo de los niños, porque el temor te ha matado a ti el corazón» - escribe
san Quodvultdeus (Sermón 2 sobre el Símbolo: PL 40,
655). Es así: tenía temor, y por este temor pierde el juicio.
Los Magos consiguieron superar
aquel momento crítico de oscuridad en el palacio de Herodes, porque creyeron en
las Escrituras, en la palabra de los profetas que señalaba Belén como el lugar
donde había de nacer el Mesías. Así escaparon al letargo de la noche del mundo,
reemprendieron su camino y de pronto vieron nuevamente la estrella, y el
Evangelio dice que se llenaron de «inmensa alegría» (Mt 2,10). Esa
estrella que no se veía en la oscuridad de la mundanidad de aquel palacio.
Un aspecto de la luz que nos guía
en el camino de la fe es también la santa “astucia”. Es también una virtud, la
santa “astucia”. Se trata de esa sagacidad espiritual que nos permite reconocer
los peligros y evitarlos. Los Magos supieron usar esta luz de “astucia” cuando,
de regreso a su tierra, decidieron no pasar por el palacio tenebroso de
Herodes, sino marchar por otro camino. Estos sabios venidos de Oriente nos
enseñan a no caer en las asechanzas de las tinieblas y a defendernos de la
oscuridad que pretende cubrir nuestra vida. Ellos, con esta santa “astucia”,
han protegido la fe. Y también nosotros debemos proteger la fe. Protegerla de
esa oscuridad. Esa oscuridad que a menudo se disfraza incluso de luz. Porque el
demonio, dice san Pablo, muchas veces se viste de ángel de luz. Y entonces es
necesaria la santa “astucia”, para proteger la fe, protegerla de los cantos de
las sirenas, que te dicen: «Mira, hoy debemos hacer esto, aquello…» Pero la fe
es una gracia, es un don. Y a nosotros nos corresponde protegerla con la santa
“astucia”, con la oración, con el amor, con la caridad. Es necesario acoger en
nuestro corazón la luz de Dios y, al mismo tiempo, practicar aquella astucia
espiritual que sabe armonizar la sencillez con la sagacidad, como Jesús pide a
sus discípulos: «Sean sagaces como serpientes y simples como palomas» (Mt 10,16).
En esta fiesta de la Epifanía,
que nos recuerda la manifestación de Jesús a la humanidad en el rostro de un
Niño, sintamos cerca a los Magos, como sabios compañeros de camino. Su ejemplo
nos anima a levantar los ojos a la estrella y a seguir los grandes deseos de
nuestro corazón. Nos enseñan a no contentarnos con una vida mediocre, de “poco
calado”, sino a dejarnos fascinar siempre por la bondad, la verdad, la belleza…
por Dios, que es todo eso en modo siempre mayor. Y nos enseñan a no dejarnos
engañar por las apariencias, por aquello que para el mundo es grande, sabio,
poderoso. No nos podemos quedar ahí. Es necesario proteger la fe. Es muy
importante en este tiempo: proteger la fe. Tenemos que ir más allá, más allá de
la oscuridad, más allá de la atracción de las sirenas, más allá de la
mundanidad, más allá de tantas modernidades que existen hoy, ir hacia Belén, allí
donde en la sencillez de una casa de la periferia, entre una mamá y un papá
llenos de amor y de fe, resplandece el Sol que nace de lo alto, el Rey del
universo. A ejemplo de los Magos, con nuestras pequeñas luces busquemos la Luz
y protejamos la fe. Así sea.
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