Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hablando de la misericordia divina, hemos evocado muchas veces la figura del
padre de familia, que ama a sus hijos, los ayuda, cuida de ellos, los perdona.
Y como padre, los educa y los corrige cuando se equivocan, favoreciendo su
crecimiento en el bien.
Es así que es presentado Dios en el primer capítulo del profeta Isaías, en el
cual el Señor, como padre afectuoso pero también atento y severo, se dirige a
Israel acusándolo de infidelidad y corrupción, para hacerle regresar al camino
de la justicia. Así inicia nuestro texto: «¡Escuchen, cielos! ¡Presta oído,
tierra! porque habla el Señor: Yo crié hijos y los hice crecer, pero ellos se
rebelaron contra mí. El buey conoce a su amo y el asno, el pesebre de su dueño;
¡pero Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento!» (1,2-3).
Dios, por medio del profeta, habla al pueblo con la amargura de un padre
desilusionado: ha hecho crecer a sus hijos, y ahora ellos se rebelan contra Él.
Incluso los animales son fieles a sus patrones y reconocen la mano que los
nutre; el pueblo en cambio no reconoce más a Dios, se niega entender. Incluso
herido, Dios deja hablar al amor, e invoca a la conciencia de estos hijos
degenerados para que se arrepientan y se dejen de nuevo amar. Esto es lo que
hace Dios, ¡eh! Viene a nuestro encuentro para que nosotros nos dejemos amar
por Él en el corazón de nuestro Dios.
La relación padre-hijo, al cual muchas veces los profetas hacen referencia para
hablar de la relación de alianza entre Dios y su pueblo, se ha desnaturalizado.
La misión educativa de los padres mira a hacerlos crecer en la libertad, a
hacerlos responsables, capaces de realizar obras de bien para sí mismos y para
los demás. En cambio, a causa del pecado, la libertad se convierte en
presunción de autonomía, presunción de orgullo, y el orgullo lleva a la contra
posición y a la ilusión de autosuficiencia.
Entonces, es ahí que Dios dice a su pueblo: “Se han equivocado de camino” …
invita. Afectuosamente y amargamente dice “mi” pueblo. Dios jamás nos niega;
nosotros somos su pueblo, el más malvado de los hombres, la más malvada de las
mujeres, los más malvados del pueblo son sus hijos. Y este es Dios: ¡jamás,
jamás nos repudia! Dice siempre: “Hijo, ven”. Y este es el amor de nuestro
Padre; esta es la misericordia de Dios. Tener un padre así nos da esperanza,
nos da confianza. Esta pertenencia debería ser vivida en la confianza y en la
obediencia, con la conciencia que todo es un don que viene del amor del Padre.
En cambio, está ahí la vanidad, la necedad y la idolatría.
Por eso, ahora el profeta se dirige directamente a este pueblo con palabras
severas para ayudarlo a entender la gravedad de su culpa: «¡Ay, nación
pecadora, […] hijos pervertidos! ¡Han abandonado al Señor, han despreciado al
Santo de Israel, se han vuelto atrás!» (v. 4).
La consecuencia del pecado es un estado de sufrimiento, del cual sufre las
consecuencias también el país, devastado y convertido en un desierto, al punto
que Sión – es decir, Jerusalén – se hace inhabitable. Donde existe el rechazo a
Dios, a su paternidad, no hay más vida posible, la existencia pierde sus
raíces, todo aparece pervertido y destruido. Todavía, incluso este momento
doloroso está en virtud de la salvación. La es dada para que el pueblo pueda
experimentar la amargura de quien abandona a Dios, e luego confrontarse con el
vacío desolador de una opción de muerte. El sufrimiento, consecuencia
inevitable de una decisión autodestructiva, debe hacer reflexionar al pecador
para abrirse a la conversión y al perdón.
Y este es el camino de la misericordia divina: Dios no nos trata según nuestras
culpas (Cfr. Sal 103,10). El castigo se convierte en un instrumento para
inducir a la reflexión. Se comprende así que Dios perdona a su pueblo, le da la
gracia y no destruye todo, pero deja abierta siempre la puerta a la esperanza.
La salvación implica la decisión de escuchar y dejarse convertir, pero
permanece siempre como un don gratuito. El Señor, pues, en su misericordia,
indica un camino que no es aquel de los sacrificios rituales, sino más bien el
de la justicia. El culto es criticado no porque sea inútil en sí mismo, sino
porque, en vez de expresar la conversión, pretende sustituirla; y se convierte
así en búsqueda de la propia justicia, creando falsas convicciones que sean los
sacrificios a salvar, no la misericordia divina que perdona el pecado. Para
entenderla bien: cuando alguien está enfermo va al médico; cuando uno se siente
pecador va al Señor. Pero en vez de ir al médico, va al curandero no sana.
Muchas veces preferimos ir por caminos equivocados, buscando una justificación,
una justicia, una paz que nos es donada como don del propio Señor si no vamos y
lo buscamos a Él. Dios, dice el profeta Isaías, no le agrada la sangre de toros
y de corderos (v. 11), sobre todo si la ofrenda es hecha con las manos
manchadas por la sangre de los hermanos (v. 15). Pero yo pienso en algunos
benefactores de la Iglesia que vienen con sus ofrendas – “Tome para la Iglesia
esta ofrenda” – es fruto de la sangre de tanta gente explotada, maltratada,
esclavizada con el trabajo mal pagado! Yo diré a esta gente: “Por favor,
llévate tu dinero, quémalo”. El pueblo de Dios, es decir la Iglesia, no
necesita dinero sucio, necesita de corazones abiertos a la misericordia de
Dios. Es necesario acercarse a Dios con manos purificadas, evitando el mal y
practicando el bien y la justicia. Que bello como termina el profeta: «¡Cesen
de hacer el mal – exhorta el profeta – aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el
derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la
viuda!» (vv. 16-17).
Piensen en tantos prófugos que desembarcan en Europa y no saben a dónde ir.
Entonces, dice el Señor, los pecados, incluso si fueran como la escarlata, se
harán blancos como la nieve, y cándidos como la lana, y el pueblo podrá
nutrirse de los bienes de la tierra y vivir en la paz (v. 19).
Es este el milagro del perdón que Dios; el perdón que Dios como Padre, quiere
donar a su pueblo. La misericordia de Dios es ofrecida a todos, y estas
palabras del profeta valen también hoy para todos nosotros, llamados a vivir
como hijos de Dios. Gracias.
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