Después de haber reflexionado sobre cómo la familia vive los
tiempos de la fiesta y del trabajo, consideramos ahora el tiempo de la oración.
La queja más frecuente de los cristianos tiene que ver precisamente con el
tiempo: “Debería rezar más…; quisiera hacerlo, pero a menudo me falta tiempo”.
Escuchamos esto continuamente. El disgusto es sincero, ciertamente, porque el
corazón humano busca siempre la oración, incluso sin saberlo; y no tiene paz si
no la encuentra. Pero para que se encuentren, es necesario cultivar en el
corazón un amor “cálido” por Dios, un amor afectivo.
Podemos hacernos una pregunta muy simple. Está bien creer en
Dios con todo el corazón, está bien esperar que nos ayude en las dificultades,
está bien sentir el deber de agradecerle. Todo bien. Pero, ¿queremos también un
poco al Señor? ¿El pensamiento de Dios nos conmueve, nos asombra, nos
enternece?
Pensemos a la formulación del gran mandamiento, que sostiene
a todos los demás: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma y con todo tu espíritu”. La fórmula usa el lenguaje intenso del amor,
derramándolo sobre Dios. Entonces, el espíritu de oración vive principalmente
aquí. Y si vive aquí, vive todo el tiempo y no se va nunca. ¿Podemos pensar en
Dios como la caricia que nos mantiene con vida, antes de la cual no hay nada?
¿Una caricia de la cual nada, ni siguiera la muerte, nos puede separar? ¿O lo
pensamos solo como el gran Ser, el Todopoderoso que ha creado todas las cosas,
el Juez que controla cada acción? Todo es verdad, naturalmente. Pero solo
cuando Dios es el afecto de todos nuestros afectos, el significado de estas
palabras se hace pleno. Entonces nos sentimos felices, y también un poco
confundidos, porque Él piensa en nosotros ¡y sobretodo nos ama! ¿No es
impresionante esto? ¿No es impresionante que Dios nos acaricie con amor de
padre? Es muy hermoso, muy hermoso. Podía simplemente darse a conocer como el
Ser supremo, dar sus mandamientos y esperar los resultados. En cambio Dios ha
hecho y hace infinitamente más que eso. Nos acompaña en el camino de la vida,
nos protege, nos ama.
Si el afecto por Dios no enciende el fuego, el espíritu de
la oración no calienta el tiempo. Podemos también multiplicar nuestras
palabras, “como hacen los paganos”, decía Jesús; o también mostrar nuestros
ritos, “como hacen los fariseos”. Un corazón habitado por el amor a Dios
convierte en oración incluso un pensamiento sin palabras, o una invocación
delante de una imagen sagrada, o un beso enviado hacia la iglesia.
Es hermoso cuando las madres enseñan a los hijos pequeños a
mandar un beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura hay en eso! En aquel momento
el corazón de los niños se transforma en lugar de oración. Y es un don del
Espíritu Santo. ¡No olvidemos nunca pedir este don para cada uno de nosotros!
El Espíritu de Dios tiene su modo especial de decir en nuestros corazones
“Abbà”, “Padre”, nos enseña a decir padre precisamente como lo decía Jesús, un
modo que no podremos nunca encontrar solos. Este don del Espíritu es en familia
donde se aprende a pedirlo y a apreciarlo. Si lo aprendes con la misma
espontaneidad con la que aprendes a decir “papá” y “mamá”, lo has aprendido
para siempre. Cuando esto sucede, el tiempo de la entera vida familiar viene
envuelto en el vientre del amor de Dios, y busca espontáneamente el tiempo de
la oración.
El tiempo de la familia, lo sabemos bien, es un tiempo
complicado y concurrido, ocupado y preocupado. Siempre es poco, no basta nunca.
Siempre hay tantas cosas que hacer. Quien tiene una familia aprende pronto a
resolver una ecuación que ni siquiera los grandes matemáticos saben resolver:
¡dentro de las veinticuatro horas consigue que haya el doble! Es así ¿eh?
¡Existen mamás y papás que podrían ganar el Nobel por esto! ¿eh? ¡De 24 horas
hacen 48! No sé cómo lo hacen, pero se mueven y hacen. Hay tanto trabajo en la
familia.
El espíritu de la oración restituye el tiempo a Dios, sale
de la obsesión de una vida a la que le falta siempre el tiempo, reencuentra la
paz de las cosas necesarias y descubre la alegría de los dones inesperados.
Unas buenas guías para esto son las dos hermanas Marta y María, de quienes
habla el Evangelio que hemos escuchado; ellas aprendieron de Dios la armonía de
los ritmos familiares: la belleza de la fiesta, la serenidad del trabajo, el
espíritu de oración. La visita de Jesús, a quien querían mucho, era su fiesta.
Un día, sin embargo, Marta aprendió que el trabajo de la hospitalidad, si bien
es importante, no lo es todo, sino que escuchar al Señor, como hacía María, era
la cosa verdaderamente esencial, la “parte mejor” del tiempo. Que la oración
brote de la escucha de Jesús, de la lectura del Evangelio, no olviden... cada
día leer un pasaje del Evangelio. La oración brote de la confianza con la
Palabra de Dios. ¿Hay esta confianza en nuestra familia? ¿Tenemos en casa el
Evangelio? ¿Lo abrimos alguna vez para leerlo juntos? ¿Lo meditamos rezando el
Rosario? El Evangelio leído y meditado en familia es como un pan bueno que
nutre el corazón de todos. Y por la mañana y por la noche, y cuando nos
sentamos en la mesa, aprendamos a decir juntos una oración, con mucha
sencillez: es Jesús el que viene entre nosotros, como iba en la familia de
Marta, María y Lázaro. Una cosa que tengo en el corazón, que he visto en las
ciudades... ¡Hay niños que no han aprendido a hacer la señal de la cruz! Tú,
mamá, papá, enseña al niño a rezar, a hacer la señal de la cruz. Esta es una
tarea hermosa de las mamás y de los papás.
En la oración de la familia, en sus momentos fuertes y en
sus pasos difíciles, somos confiados los unos a los otros, para que cada uno de
nosotros en la familia sea custodiado por el amor de Dios. Gracias.
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