El Evangelio de este domingo es la parábola de los talentos,
tomada de san Mateo (25,14-30). Narra de un hombre que, antes de partir para un
viaje, convoca a sus servidores y les confía su patrimonio en talentos, monedas
antiguas de un gran valor. Ese hombre confía al primer servidor cinco talentos,
al segundo dos, al tercero uno. Durante la ausencia del hombre, los tres
servidores deben hacer fructificar este patrimonio.
El primer y el segundo servidor duplican cada uno el capital
inicial; el tercero, en cambio, por miedo a perder todo, entierra en un pozo el
talento recibido. Al regreso del señor, los primeros dos reciben felicitaciones
y la recompensa, mientras el tercero, que devuelve solamente la moneda
recibida, es reprendido y castigado.
El hombre de la parábola representa a Jesús, los siervos son
los discípulos y los talentos son el patrimonio que el Señor les confía: su
Palabra, la Eucaristía, la fe en el Padre celeste, su perdón… en resumen, sus
más preciosos bienes. Mientras en el lenguaje común el término “talento” indica
una resaltante calidad individual – por ejemplo en la música, en el deporte,
etcétera –, en la parábola los talentos representan los bienes del Señor,
que Él nos confía para que los hagamos fructificar. El pozo cavado en el terreno
por el «servidor malo y perezoso» (v. 26) indica el temor del riesgo que
bloquea la creatividad y la fecundidad del amor.
Jesús no nos pide que conservemos su gracia en una caja
fuerte, sino que quiere que la usemos para provecho de los demás. Es como
si nos dijese: “He aquí mi misericordia, mi ternura, mi perdón: tómalos y
úsalos abundantemente”. Y nosotros ¿qué hemos hecho con ellos? ¿A quién hemos
“contagiado” con nuestra fe? ¿A cuántas personas hemos alentado con nuestra
esperanza? ¿Cuánto amor hemos compartido con nuestro prójimo? Cualquier
ambiente, también el más lejano y árido, puede convertirse en un lugar donde
hacer fructificar los talentos. No existen situaciones o lugares excluidos a la
presencia y al testimonio cristiano.
Esta parábola nos empuja a no esconder nuestra fe y nuestra
pertenencia a Cristo, a no sepultar la Palabra del Evangelio, sino a hacerla
circular en nuestra vida, en las relaciones, en las situaciones concretas, como
fuerza que pone en crisis, que purifica, que renueva. Así como también el
perdón, que el Señor nos dona especialmente en el Sacramento de la
Reconciliación: no lo tengamos encerrado en nosotros mismos, sino dejémoslo que
desate su fuerza, que haga caer aquellos muros que nuestro egoísmo ha
levantado, que nos haga dar el primer paso en las relaciones bloqueadas,
retomar el diálogo donde no hay más comunicación…
El Señor no da a todos las mismas cosas y de la misma
manera: nos conoce personalmente y nos confía aquello que es justo para
nosotros; pero en todos coloca la misma, inmensa confianza ¡No lo defraudemos!
¡No nos dejemos engañar por el miedo, sino intercambiemos confianza con
confianza!
La Virgen María encarna esta actitud de la forma más bella y
más plena. Ella ha recibido y acogido el don más sublime, Jesús en persona, y a
su vez lo ha ofrecido a la humanidad con corazón generoso. Pidámosle ayudarnos
a ser “servidores buenos y fieles”, para participar “de la alegría de
nuestro Señor”.
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