En las anteriores catequesis destacamos muchas veces que uno no se convierte en
cristiano por sí mismo, con sus propias fuerzas, de forma autónoma, ¡ni se
convierte uno en cristiano dentro de un laboratorio! sino que se es generado y
se crece en el interior de ese gran cuerpo que es la Iglesia.
En este sentido la Iglesia es verdaderamente madre, nuestra madre la
Iglesia, ¡qué bello llamarla así: nuestra madre la Iglesia! Una madre que
nos da vida en Cristo y que nos hace vivir con los demás hermanos en la comunión
del Espíritu Santo.
1. En su maternidad, la Iglesia tiene como modelo a la virgen María, el
modelo más bello y más alto que pueda ser. Es lo que ya las primeras
comunidades cristianas han destacado y el Concilio Vaticano II expresó de forma
admirable (cfr. Const. Lumen Gentium, 63-64). La maternidad de María es
ciertamente única, singular, y se ha cumplido en la plenitud de los tiempos,
cuando la Virgen dio a luz al Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu
Santo. Y, sin embargo, la maternidad de la Iglesia se pone en continuidad con
la de María, como prolongación en la historia.
La Iglesia, en la fecundidad del
Espíritu, continua generando nuevos hijos en Cristo, siempre en la escucha de
la Palabra de Dios y en la docilidad a su diseño de amor. La Iglesia es madre.
El nacimiento de Jesús en el seno de María, es el preludio del nacimiento de
todo cristiano en el seno de la Iglesia, desde el momento que Cristo es el
primogénito de una multitud de hermanos (cfr. Rm 8,29).
El primer hermano es
Jesús, nació de María, que es el modelo y todos los demás hemos nacido de la
Iglesia. Comprendemos, entonces, que la relación que une a María y a la Iglesia
es muy profunda: mirando a María, descubrimos el rostros más bello y tierno de
la Iglesia; mirando a la Iglesia, reconocemos las características sublimes de
María. Los cristianos no somos huérfanos, tenemos a una madre, tenemos a
nuestra madre. ¡Esto es grande: no somos huérfanos! La Iglesia es Madre, María
es madre.
2. La Iglesia es nuestra madre porque nos ha dado a luz en el Bautismo. Cada
vez que bautizamos a un niño se convierte en hijo de la Iglesia. Y desde aquel
día, como mamá cuidadosa, nos hace crecer en la fe y nos indica, con la fuerza
de la Palabra de Dios, el camino de la salvación, defendiéndonos del mal.
La Iglesia ha recibido de Jesús el tesoro precioso del Evangelio no para
quedárnoslo, sino para darlo generosamente a los demás. ¡Cómo hace una madre!
En este servicio de evangelización se manifiesta de modo especial la maternidad
de la Iglesia, comprometida, como una madre, en ofrecer a sus hijos el alimento
espiritual que alimenta y fructifica nuestra vida cristiana.
Todos, por tanto, estamos llamados a acoger, con la mente y el corazón
abiertos, la Palabra de Dios que la Iglesia dispensa todos los días, porque
esta Palabra tiene la capacidad de cambiarnos desde dentro. Solo la Palabra de
Dios tiene esta capacidad de transformarnos desde dentro, de nuestras raíces
más profundas.
Tiene este poder la Palabra de Dios ¿y quien nos da la Palabra de
Dios? Nuestra Madre la Iglesia. Nos amamanta desde niños con esta
Palabra, nos alimenta toda la vida con esta Palabra ¡Esto es grande! Es la
Madre Iglesia la que con la Palabra de Dios nos cambia desde dentro. La Palabra
de Dios que nos da la Madre Iglesia nos transforma, hace que nuestra humanidad
no palpite según la carne sino según el Espíritu.
En sus cuidados maternos, la Iglesia se esfuerza en mostrar a los creyentes el
camino que hay que recorrer para vivir una existencia fecunda de alegría y de paz.
Iluminados con la luz del Evangelio y sostenidos por la gracia de los
Sacramentos, especialmente la Eucaristía, podemos orientar nuestras elecciones
al bien y atravesar con valentía y esperanza los momentos de oscuridad y los
senderos más tortuosos, que existen, en la vida existen. El camino de
salvación, a través del cual la Iglesia nos guía y nos acompaña con la fuerza
del Evangelio y el apoyo de los Sacramentos, nos da la capacidad de defendernos
del mal. La Iglesia tiene la valentía de una madre que sabe defender a sus
propios hijos de los peligros que derivan de la presencia de satanás en el
mundo, para llevarnos al encuentro con Jesús.
Una madre siempre defiende a los
hijos. Esta defensa consiste también en la exhortación a estar vigilantes, vigilar
contra el engaño y la seducción del maligno. Porque aunque Dios ha vencido a
satanás, este vuelve siempre con sus tentaciones, lo sabemos todos nosotros,
hemos sido tentados, somos tentados. Él viene “como león rugiente da vueltas
buscando a quien devorar” dice Pedro (1Pe 5,8).
Nos corresponde a nosotros el
no ser ingenuos, vigilar y resistir firmes en la fe. Resistir con los consejos
de la madre, resistir con la ayuda de la Madre Iglesia. Como buena madre
siempre acompaña a sus hijos en los momentos difíciles.
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