Hoy, el Evangelio nos presenta el
evento de la Transfiguración. Es la segunda etapa del camino cuaresmal: la
primera, las tentaciones en el desierto, y la segunda: la Transfiguración.
Jesús «tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un
monte elevado» (Mt 17, 1). La montaña representa el lugar de la cercanía con
Dios y del encuentro íntimo con Él; el lugar de la oración, donde estar ante la
presencia del Señor. Allá arriba en la montaña, Jesús se presenta a los tres
discípulos transfigurado, luminoso; y luego aparecen Moisés y Elías, conversando
con Él. Su rostro es tan resplandeciente y sus vestiduras tan blancas, que
Pedro queda deslumbrado hasta querer quedarse allí, casi como para detener ese
momento. Pero enseguida resuena desde lo alto la voz del Padre que proclama a
Jesús como su Hijo muy querido, diciendo: «Escúchenlo» (v. 5).
Es muy importante esta invitación
del Padre. Nosotros, los discípulos de Jesús, estamos llamados a ser personas
que escuchan su voz y se toman en serio sus palabras. Para escuchar a Jesús,
tenemos que seguirlo, tal como hacían las multitudes en el Evangelio, que lo
reconocían por las calles de Palestina. Jesús no tenía una cátedra o un púlpito
fijos, sino que era un maestro itinerante, que proponía sus enseñanzas a lo
largo de las calles, recorriendo distancias no siempre previsibles y, a veces
algo incómodas.
De este episodio de la
Transfiguración, quisiera señalar dos elementos significativos, que sintetizo
en dos palabras: subida y bajada. Tenemos necesidad de apartarnos en un espacio
de silencio - de subir a la montaña - para reencontrarnos con nosotros mismos y
percibir mejor la voz del Señor. ¡Pero no podemos quedarnos ahí! El encuentro
con Dios en la oración nos impulsa nuevamente a «bajar de la montaña» y a
volver hacia abajo, a la llanura, donde nos encontramos con muchos hermanos
abrumados por fatigas, injusticias, pobreza material y espiritual. A estos
hermanos nuestros que están en dificultad, estamos llamados a brindarles los
frutos de la experiencia que hemos vivido con Dios, compartiendo con ellos los
tesoros de la gracia recibida. Pero, si no hemos estado con Dios, si nuestro
corazón no ha sido consolado ¿cómo podremos consolar a otros?
Esta misión concierne a toda la
Iglesia y es responsabilidad en primer lugar de los Pastores – obispos y
sacerdotes - llamados a sumergirse en medio de las necesidades del Pueblo de
Dios, acercándose con afecto y ternura, especialmente a los más débiles y
pequeños, a los últimos. Pero para cumplir con alegría y disponibilidad esta
obra pastoral, los Obispos y los sacerdotes necesitan las oraciones de toda la
comunidad cristiana.
Dirijámonos ahora a nuestra Madre
María, y encomendémonos a su guía para proseguir con fe y generosidad el
itinerario de la Cuaresma, aprendiendo un poco más a «subir» con la oración y a
«bajar» con la caridad fraterna.
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