Nació
la Beata Ana de los Angeles en la ciudad de Arequipa, el 26 de Julio de 1595,
festividad de Santa Ana, madre de la Santísima Virgen María.
Fueron
sus padres don Sebastián de Monteagudo (español) y doña Francisca Ponce de
León. Al principio de su matrimonio no tuvieron descendencia, pero el Señor
quiso recompensarles su generosidad con los necesitados, concediéndoles cuatro
hijos: tres varones y una mujer.
A
la edad de tres años aproximadamente, sus padres la enviaron como educanda al
Monasterio de Santa Catalina, en la misma ciudad de Arequipa, para que
recibiera una educación verdaderamente cristiana. Es de suponer que el trato con
algunas religiosas de probada virtud fuera sembrando en su alma el deseo –que
luego se transformó en vocación– de entregarse a Dios como religiosa dominica
de clausura.
Cuando
tenía aproximadamente 14 años de edad, sus padres decidieron que ya había llegado
el momento de reintegrarla a la vida de la ciudad, con todo lo que ello llevaba
consigo: relaciones sociales, matrimonio, etc.
La
joven Ana, de vuelta a su casa, decidió seguir con el mismo género de vida que
hasta entonces había llevado en el monasterio de Santa Catalina. Hizo de su
habitación un lugar de retiro, donde trabajaba y rezaba, sin descuidar los
quehaceres de la casa.
Un
día, mientras meditaba en su aposento, se le apareció en una visión, Santa
Catalina de Sena, quien le hizo saber de parte de Dios, que había sido elegida
para entrar en el estado religioso, vistiendo el hábito dominicano. Le dirigió
estas palabras: " Ana, hija mía, este hábito te tengo preparado; déjalo
todo por Dios; yo te aseguro que nada te faltará". Le daba a entender que
debía prepararse para un gran combate espiritual, donde no faltarían las
asechanzas del enemigo, pero que con la ayuda de Dios obtendría al final la
victoria.
Confortada
por esta visión, Ana decidió buscar la forma más eficaz para regresar al
monasterio de Santa Catalina, pues sus familiares no querían que se hiciera
religiosa, hasta el punto de vigilarla constantemente. Aprovechando una ocasión
en que nadie la vigilaba, salió de la casa y encontró a un joven llamado
Domingo que –a petición de ella– la acompañó hasta el monasterio.
Una
vez llegados al lugar de destino, agradeció al muchacho el favor prestado y le
pidió comunicara a sus padres el lugar donde estaba.
Sus
padres, al conocer el paradero de su hija se indignaron en extremo, pues ya
tenían decidido darla por esposa a un joven distinguido y rico; y fueron al
monasterio con la firme resolución de hacerla regresar a su casa. A este fin
nada dejaron de intentar para disuadirla de su propósito. Le ofrecieron regalos
y prometieron darle cuanto le apeteciera; pero ella con todo respeto y humildad
les respondió, que se quedasen con todo aquello, que sólo deseaba tener a
Jesucristo como esposo y llevar el hábito que llevaba puesto. Les pidió que se
resignasen como buenos cristianos con la voluntad de Dios.
Viendo
los padres de Ana que no conseguían su cometido, se llenaron de ira y
recurrieron a las amenazas e injurias, secundados por la Madre Priora, quien
–por temor y debilidad– quiso también que regresara con sus padres. A pesar de
todo, Ana permaneció firme en su decisión, apoyada por las demás monjas, que
aconsejaron retenerla en el monasterio hasta que, calmados los ánimos, se
pudiera juzgar lo que fuera para mayor gloria de Dios.
La
Madre Priora, mal dispuesta con Ana, se propuso tratarla con mucha dureza, con
la finalidad de cansarla y obligarla así a regresar con sus padres; pero Ana
soportó esta prueba con gran paciencia y resignación.
Entretanto,
dolida por el comportamiento de sus padres, quiso reconciliarse con ellos,
mediante los buenos oficios de su hermano Sebastián, quien no sólo logró su
intento, sino que la socorrió con todo lo necesario para su mantenimiento.
Intercedió también ante la Priora para que cambiara su manera de proceder,
consiguiendo su cometido. Efectivamente, la Priora reconoció la vocación y el
buen espiritu de Ana, y comenzó a quererla como a todas las demás, aceptándola
como novicia.
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