La audiencia de hoy es en dos lugares: aquí en la plaza y
también en el Aula Pablo VI, donde hay tantos enfermos que siguen la audiencia
por la pantalla. Como el tiempo es un poco feo hemos elegido que ellos estén
cubiertos y más tranquilos allá. Unámonos unos con otros y saludémoslos.
En los días pasados he realizado el viaje apostólico a Cuba
y a los Estados Unidos de América. Esto nació de la voluntad de participar al
Encuentro Mundial de las Familias, en programa desde hace tiempo en Filadelfia.
Este “núcleo originario” se ha ampliado en una visita a los Estados Unidos de
América y a la sede central de las Naciones Unidas, y después también a Cuba,
que ha sido la primera etapa del itinerario. Expreso nuevamente mi
reconocimiento al presidente Castro, al presidente Obama y al Secretario
General Ban Ki-moon por la acogida. Agradezco de corazón a los hermanos Obispos
y a todos los colaboradores por el gran trabajo realizado y por el amor a la Iglesia que lo ha
animado.
“Misionero de la Misericordia”: así me he presentado en
Cuba, una tierra rica de belleza natural, de cultura y de fe. La misericordia
de Dios es más grande que cada herida, cada conflicto, cada ideología; y con
esta mirada de misericordia he podido abrazar todo el pueblo cubano en patria y
fuera, más allá de cada división. Símbolo de esta unidad profunda del alma
cubana es la Virgen de la Caridad del Cobre, que hace cien años ha sido
proclamada Patrona de Cuba. Fui como peregrino al Santuario de esta Madre de esperanza,
Madre que guía en el camino de justicia, paz, libertad y reconciliación.
He podido compartir con el pueblo cubano la esperanza del
cumplirse la profecía de san Juan Pablo II: que Cuba se
abra al mundo y el mundo se abra a Cuba. No más cierres, no más explotación de
la pobreza, sino libertad en la dignidad. Este es el camino que hace vibrar el
corazón de tantos jóvenes cubanos: no una vía de evasión, de ganancias fáciles,
sino de responsabilidad, de servicio al prójimo, de cuidado de la fragilidad.
Un camino que trae fuerza de las raíces cristianas de aquel pueblo que ha
sufrido tanto. Un camino en el cual he animado en modo particular a los
sacerdotes y todos los consagrados, los estudiantes y las familias. Que el
Espíritu Santo, con la intercesión de María Santísima, haga crecer las semillas
que hemos sembrado.
De Cuba a los Estados Unidos de América: ha sido un
pasaje emblemático, un puente que gracias a Dios se está reconstruyendo. Dios
siempre quiere construir puentes; ¡somos nosotros quienes construimos muros! Y
los muros caen siempre.
En los Estados Unidos ha realizado tres etapas: Washington,
Nueva York y Filadelfia.
En Washington he encontrado las Autoridades políticas, la
gente común, los Obispos, los sacerdotes y consagrados, los más pobres y
marginados. He recordado que la más grande riqueza de aquel país y de su gente
está en el patrimonio espiritual y ético. Y así, he querido animar a llevar
hacia adelante la construcción social en la fidelidad a su principio
fundamental, que todos los hombres son creados por Dios iguales y dotados de
derechos inalienables, como la vida,
la libertad y el perseguir la felicidad.
Estos valores, compartidos por todos,
encuentran en el Evangelio su pleno cumplimiento, como lo ha evidenciado la
canonización del padre Junípero Serra, franciscano, gran evangelizador de la
California. San Junípero muestra el camino de la alegría: ir y compartir con
los otros el amor de Cristo. Este es el camino del cristiano, y también de cada
hombre que ha conocido el amor: no tenerlo para sí mismo sino compartirlo con
los otros. Sobre esta base religiosa y moral han nacido y crecido
los hijos de los Estados Unidos de América, y sobre esta base pueden continuar
a ser tierra de libertad y de acogida y cooperar a un mundo más justo y
fraterno.
En Nueva York he podido visitar la Sede central de la ONU y
saludar el personal que allí trabaja. He tenido coloquios con el Secretario
General y los Presidentes de las últimas Asambleas Generales y del Consejo de
Seguridad. Hablando a los representantes de las Naciones, en las huellas de mis
predecesores, he renovado el ánimo de la Iglesia Católica a aquella Institución
y a su rol en la promoción del desarrollo y de la paz, llamando en particular
la necesidad del compromiso armonioso y activo para el cuidado de lo creado. He
reafirmado también la llamada a detener y prevenir las violencias en contra de
las minorías étnicas y religiosas y en contra de las poblaciones civiles.
Por la paz y la fraternidad hemos rezado en el memorial de
la zona cero, junto a los representantes de las religiones, los familiares de
tantos fallecidos y el pueblo de Nueva York, rico en variedad cultural. Y por
la paz y la justicia he celebrado la Eucaristía en el Madison Square Garden.
Sea en Washington que a Nueva York he podido encontrar
algunas realidades caritativas y educativas, emblemáticas del enorme servicio que
las comunidades católicas –sacerdotes, religiosas, religiosos, laicos- ofrecen
en estos campos.
Culmen del viaje ha sido el Encuentro de las Familias en
Filadelfia, donde el horizonte se ha ampliado a todo el mundo, a través del
“prisma”, por así decir, de la familia. La familia, es
decir la alianza fecunda entre el hombre y la mujer, es la respuesta al gran
desafío de nuestro mundo, que es un desafío doble: la fragmentación y la
masificación, dos extremos que conviven y se sostienen mutuamente, y juntos
sostienen el modelo económico consumista. La familia es la respuesta porque es
la célula de una sociedad que equilibra la dimensión personal y aquella
comunitaria, y al mismo tiempo puede ser el modelo de una gestión sostenible de
los bienes y de los recursos del creado. La familia es el sujeto protagonista
de una ecología integral porque es el sujeto social primario, que contiene al
interno los dos principios base de la civilización humana sobre la tierra: el
principio de comunión y el principio de fecundidad. El humanismo bíblico nos
presenta este ícono: la pareja humana, unida y fecunda, colocada por Dios en el
jardín del mundo, para cultivarlo y cuidarlo.
Deseo dirigir un fraterno y caluroso agradecimiento a Mons.
Chaput, Arzobispo de Filadelfia, por su empeño, su piedad, su entusiasmo y su
gran amor a la familia en la organización de este evento. Mirando bien, no es
una casualidad, sino providencialmente es que el mensaje, más bien, el testimonio
del Encuentro Mundial de las Familias se haya llevado a cabo en este momento
desde los Estados Unidos de América, es decir del país que en el siglo pasado
ha alcanzado el máximo desarrollo económico y tecnológico sin renegar sus
raíces religiosas. Ahora estas raíces piden: volver a partir de la familia para
repensar y cambiar el modelo de desarrollo, para el bien de la entera familia
humana. Gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario